Fuente: ALFA Y OMEGA
Domingo
del Bautismo del Señor (ciclo C)
Ungido
para la misión
Este domingo celebramos el Bautismo del Señor y, por
lo tanto, la culminación y el cierre del ciclo de Navidad. El Evangelio de
Lucas nos presenta la escena del Bautismo de Jesús en el Jordán. El pueblo está
expectante, y la gente se pregunta si Juan es el Mesías. Pero el Bautista
responderá que su Bautismo es con agua, mientras que el Bautismo real será con
Espíritu de Dios, será una unción divina. Señalará que no le toca a él, sino
que viene Otro, que está muy por delante de él, al que no merece ni siquiera
«desatarle las correas de las sandalias». Quitar las sandalias al señor de la
casa era tarea de esclavo, y Juan Bautista no se sentía digno ni de ser siervo
de Jesús. Jesús ha vivido en el silencio y en el ocultamiento de Nazaret, como
un ciudadano privado. Tenía su familia y su oficio, pero no tenía una misión
pública. Jesús, el Hijo, que desde los 12 años es consciente de que debe
dedicarse a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 49), de que tiene una misión muy
especial, tiene algo claro desde aquel momento: hasta que no llegue la hora
marcada por Dios, Él seguirá siendo persona privada, viviendo en una aldea
perdida, ignorada, que se llama Nazaret. Solo cuando llegue al Jordán, hable
Dios y baje el Espíritu, Jesús iniciará su misión. El Bautista está predicando
un Bautismo de penitencia, para pedir perdón, porque está ya próximo el día del
Señor, ese día anunciado por todos los profetas, el día del juicio y la
destrucción de la maldad. Jesús pasa, y se mezcla en la multitud. Él se pone en
la fila de los pecadores para recibir un Bautismo general. Si Dios ha puesto al
Profeta, Él obedece, de la misma manera que obedeció a sus padres cuando tuvo
aquella experiencia tan fuerte en el templo de Jerusalén, y, sin embargo,
cuando ellos le ordenaron que se marchara a Nazaret, se fue con ellos (cf. Lc
2, 51). Ahora va a obedecer y se va a mezclar con la muchedumbre, con la
multitud, con el pueblo. Jesús no recibe el Bautismo como un rito sin más, sino
en un clima de oración personal. Lucas señala que el Bautismo de Jesús acontece
en la oración. ¡Qué importante es esta indicación! Porque lo que le va a
suceder a Jesús inmediatamente es el cambio total en su vida: el paso de la
privacidad a la vida pública. Es el inicio de la gran misión, que ya estaba
dada desde el comienzo, pero que tenía que publicarse, legitimarse. Así va a
acontecer: Juan Bautista será quien dé fe de ello, pero él no le da la misión,
sino que se la da el Padre, con esas palabras que recoge de la tradición de
Isaías sobre el primer canto del Siervo (Is 42,1), aunque sustituyen la palabra
siervo por la palabra Hijo. El Padre está presentando ante el Bautista y ante
el pueblo a alguien que es su «Hijo, el amado, el predilecto». No es un profeta
más, no es un anunciador, no es simplemente un siervo: es el Hijo. De este
modo, la palabra hijo aplicada a Jesús va cargada ya con toda su hondura y
contenido. Es una confesión de fe. El Evangelio señala que el Espíritu
descendió en forma de paloma (cf. Gn 1, 2). El Espíritu mismo baja a ungir. Es
una unción profunda, que penetra hasta el corazón. De este modo, el Hijo de
Dios será ungido para la misión. Es la hora: el momento en que es legitimada la
misión de Jesús, dada por el Padre. El Bautismo de Jesús es un gran signo que
abre la vida pública de Jesús, marcando ya el sentido desde el comienzo. Será
una misión pacífica, de perdón, llevada a cabo por alguien, que es Dios, el
Hijo, pero que se ha hecho uno de tantos. ¿No es este acaso el profundo
significado de la Navidad: un hombre, uno de tantos, pero Hijo de Dios y
Enviado? Celebremos la fiesta del Bautismo del Señor, y recordemos nuestro
Bautismo, el día de nuestra apertura a la voluntad de Dios. Pensemos en la
vocación, que es estar abiertos, en oración, para que Dios nos identifique, nos
ponga nombre y nos envíe. La oración tiene muchos matices, pero un aspecto
fundamental es este: mientras oramos nos estamos identificando como hijos, y en
conversación con el Padre estamos recibiendo la misión, es decir, la vocación
de nuestra vida, que es nuestra identidad definitiva. La vocación es la
culminación de un camino de obediencia y de discernimiento sobre la voluntad de
Dios en cada uno de nosotros. No se puede ser cristiano sin una vida
vocacional. El reto del creyente de hoy es descubrir esto con toda su hondura.
Nos hemos apropiado de la vida, de los hijos, de los bienes, de nuestra
persona. Emprendemos tantos y tantos caminos. Pero, atrevámonos a preguntarnos:
«¿Señor, qué esperas de mí?».
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y
todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías; Juan les respondió
dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte
que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os
bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y sucedió que, cuando todo el pueblo era
bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los
cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una
paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me
complazco».
Lucas 3, 15-16.21-22