Fuente: ALFA Y OMEGA
IV
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
¿Dónde
están los profetas?
La liturgia nos presenta en dos domingos seguidos el
suceso en la sinagoga de Nazaret. El domingo pasado interrumpimos la narración
de Lucas justo en el momento en el que Jesús, después de haber proclamado la
lectura del profeta Isaías, afirma su cumplimiento hoy. Este domingo leemos la
segunda parte del relato, que muestra la reacción de sus paisanos presentes en
la oración sinagogal.
La maravilla inicial de la gente se
transforma en desprecio, hasta el punto de expulsar a Jesús de la ciudad e
intentar arrojarlo desde un precipicio. ¿Por qué esta actitud tan diversa y
contrapuesta? ¿Qué les hace pasar de la admiración al rechazo? En Lucas esta
reacción tan opuesta nace de la escucha de la palabra de Jesús. Hay un aspecto
de esta palabra que fascina y que estamos dispuestos a acoger, pero también hay
otro lado más duro de aceptar porque exige una conversión del corazón.
Así, el Evangelio nos presenta cómo los
habitantes de Nazaret rechazan a Jesús, y lo expulsan cuando Él dice: «Hoy se
cumple esta Escritura que acabáis de oír». Mientras sus conciudadanos están
recibiendo la profecía de Isaías no protestan, porque se trata de una palabra
alejada en el tiempo. Es decir, cuando la Palabra de Dios se recibe como algo
del pasado, que solo concierne para inspirar ciertos sentimientos, no es
problemática. Sin embargo, cuando la Palabra de Dios viene y es leída en
nuestro hoy, en nuestra hora, en nuestra circunstancia, afectándonos a todo el
ser, interpelándonos, provocándonos, entonces la Palabra de Dios adquiere otra
dimensión.
Jesús cita dos refranes: en primer lugar
«médico, cúrate a ti mismo», y después «ningún profeta es bien recibido en su
tierra». Se trata de dos apelativos referidos a Él: «médico» y «profeta». El
primero expresa el punto de vista de la gente de Nazaret y la idea que se han
formado de Jesús. El segundo indica sobre todo cómo Jesús interpreta su propia
misión y desea cumplirla. Para sus paisanos Él es el médico que debe curar sus
enfermedades y colmar sus necesidades. Sin embargo, Jesús se presenta como un
profeta, un hombre que realiza signos y curaciones, pero no solo para apagar
una necesidad, sino para revelar que la promesa de Dios, escondida en la
Palabra, ha comenzado a realizarse en la historia.
Pero el profeta estorba. Y Jesús, el
Hijo de Dios, tiene una dimensión profética muy superior, mucho más fuerte e
incisiva, mucho más honda que todos los profetas juntos. Y por eso es
rechazado. Por tanto, el Evangelio de este domingo nos habla de un amor que
afronta el rechazo.
Todos los cristianos somos profetas por
el Bautismo. Hemos sido elegidos y consagrados para ser profetas. Algunos
piensan que ser profeta es ser adivino, es decir, pronosticar el futuro. No es
verdad. Ciertamente, el profeta anuncia a veces castigos o liberaciones en el
futuro, pero no como adivinación, sino como interpretación de la Palabra de
Dios, que ilumina el presente en el cual ya está abierto ese camino que se va a
realizar mañana. El profeta es sobre todo un intérprete de la voluntad de Dios
hoy. Está presente en su presente, en el momento que le toca vivir. Es una
persona verdaderamente histórica, con la capacidad de leer ese presente hasta
llegar a la hondura donde Dios se revela aquí y ahora.
Por tanto, el profeta no adivina el
futuro, no lee la Palabra de Dios en el pasado y la traslada al presente, sino
que, iluminado por la Palabra de Dios, hablando con el Señor en la oración,
vive el presente con toda la hondura que Dios le concede, a la luz divina,
desde el amor de Dios. Y entonces capta las deficiencias y los peligros del
futuro, y las promesas ocultas, sin agresión ni espíritu destructivo, aunque
con gran valor. De este modo, el profeta en primer lugar escucha, ora, medita;
después habla con caridad, pero con claridad, y en tercer lugar es rechazado e
incluso perseguido.
¿Dónde están los profetas que mantengan
viva la esperanza del mundo? Necesitamos profetas en nuestra Iglesia, que sean
avisadores, para que los hermanos se den cuenta del momento que viven, de los
signos de Dios, de las promesas soterradas, y de los peligros y amenazas si no
cumplen la voluntad de Dios. Todo cristiano (el sacerdote, el religioso y el
laico; hombre y mujer; joven y adulto) es profeta, cada uno en la medida que
Dios le da, y en el estilo, modo y circunstancia en que el Señor le ha puesto
en la vida.
El alimento y la fuerza del profeta es
la oración, que es una conversación permanente con el Señor, en escucha radical
a su Palabra. El profeta no reza para cumplir una obligación, sino para saber
qué quiere Dios en esa circunstancia concreta, cómo ve Él una situación
particular. Y en ese largo diálogo (de años y años) el cristiano, que empieza a
mirar y ver como Dios mira y ve, se va haciendo apto para interpretar el
momento presente, con valentía, sin estar atado al pasado ni ser preso de un
sueño utópico de futuro que impida vivir con realismo y amor la situación
actual.
Ser profetas, anunciadores del Evangelio,
es ser confesores de la fe hasta el final de la vida. Que el Señor nos conceda
profetas con Cristo en el corazón, con la Palabra en los labios y con un valor
a toda prueba porque están conducidos por el Señor.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la
sinagoga: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le
expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de
su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin
duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí, en
tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad
os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en
Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo
tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a
ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el
territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta
Elíseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír
esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron
fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que
estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió
paso entre ellos y seguía su camino.
Lucas 4, 21-30