Esclarecedor artículo del Cardenal Robert Sarah
publicado el pasado 19 de mayo en Le
Figaro
¿Tiene la Iglesia aún un lugar en tiempos de epidemia en el
siglo XXI? A diferencia de los siglos pasados, la mayor parte de la atención
médica la proporciona ahora el Estado y el personal sanitario. La modernidad
tiene sus héroes seculares en batas blancas y son admirables. Ya no necesita de
los batallones caritativos de cristianos dispuestos a cuidar de los enfermos y
enterrar a los muertos. ¿Se ha vuelto inútil la Iglesia para la sociedad?
El Covid-19 devuelve a los cristianos a lo
esencial. En efecto, desde hace mucho tiempo, la Iglesia ha entrado en una
relación falseada con el mundo. Confrontados con una sociedad que pretende no
necesitar de ellos, los cristianos, por pedagogía, se han esforzado en
demostrar que pueden serle útiles. La Iglesia se ha mostrado como educadora, madre de
los pobres, «experta en humanidad» como dijo Pablo VI. Y tenía buenas razones
para hacerlo así. Pero poco a poco los cristianos han acabado por
olvidar la razón de estos rasgos. Han acabado por olvidar que si la Iglesia puede ayudar al
hombre a ser más humano, es en última instancia porque ha recibido de Dios
palabras de la vida eterna.
El Covid-19 ha puesto al descubierto una insidiosa
enfermedad que está carcomiendo a la
Iglesia : pensar en sí misma como «de este mundo». La Iglesia quería sentirse legítima a sus ojos y
según sus criterios. Pero ha aparecido un hecho radicalmente nuevo. La
modernidad triunfante se ha derrumbado frente a la muerte. Este virus ha
revelado que, pese a sus promesas y seguridades, el mundo de aquí abajo quedaba
paralizado por el miedo a la muerte. El mundo puede resolver las crisis
sanitarias. Y seguro que resolverá la crisis económica. Pero nunca resolverá el
enigma de la muerte. Sólo la fe tiene la respuesta.
Ilustremos esta idea de modo concreto. En Francia,
como en Italia, el tema de las residencias de ancianos ha sido un punto
crucial. ¿Por qué? Porque se planteaba directamente la cuestión de la muerte.
¿Debían los residentes ancianos ser confinados en sus habitaciones aún a riesgo
de morir de desesperación y soledad? ¿Debían estar en contacto con sus
familias, arriesgándose a morir por el virus? No se sabía qué responder.
El Estado, encerrado en una laicidad que ha
elegido por principio ignorar la esperanza y restringir el culto al ámbito
privado, estaba condenado al silencio. Para él, la única solución era huir de
la muerte física a toda costa, aunque eso significara condenar a una muerte
moral. La respuesta sólo podía ser una respuesta de fe: acompañar a los
ancianos hacia una muerte probable, en la dignidad y sobre todo en la esperanza
de la vida eterna.
La epidemia ha golpeado a las sociedades
occidentales en su punto más vulnerable. Se habían organizado para negar la
muerte, para esconderla, para ignorarla. ¡Y ha entrado por la puerta principal!
¿Quién no ha visto esas morgues gigantes en Bérgamo o en Madrid? Son las imágenes
de una sociedad que prometía hace poco un hombre aumentado e inmortal.
Las promesas de la técnica permiten olvidar el
miedo por un momento, pero acaban siendo ilusorias cuando la muerte golpea.
Incluso la filosofía no hace más que devolver un poco de dignidad a una razón
humana abrumada por el absurdo de la muerte. Pero es impotente para consolar
los corazones y dar un sentido a lo que parece estar definitivamente privado de
él.
Frente a la muerte, no hay respuesta humana que se
sostenga. Sólo la esperanza de una vida eterna permite superar el
escándalo. ¿Pero qué hombre se atreverá a predicar la esperanza? Se
necesita la palabra revelada de Dios para atreverse a creer en una vida sin
fin. Se necesita una palabra de fe para atreverse a esperarla para uno mismo y
los suyos. Así pues, la
Iglesia Católica está llamada a volver a su responsabilidad
primera. El mundo espera de ella una palabra de fe que le
permita superar el trauma de este encuentro cara a cara con la muerte. Sin una
palabra clara de fe y esperanza, el mundo puede hundirse en una culpabilidad
morbosa o en una rabia impotente ante lo absurdo de su condición. Sólo ella
puede dar sentido a la muerte de las personas queridas, muertas en soledad y
enterradas apresuradamente.
Pero entonces, la Iglesia debe
cambiar. Debe dejar de tener miedo a chocar y a ir contracorriente.
Debe renunciar a pensarse a sí misma como una institución del mundo. Debe
volver a su única razón de ser: la fe. La Iglesia está aquí para
anunciar que Jesús ha vencido a la muerte por su resurrección. Éste es el
corazón de su mensaje: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra
predicación, vana es también nuestra fe y somos los más desdichados de todos
los hombres». (1 Corintios 15:14-19). Todo lo demás no es más que una consecuencia
de esto.
Nuestras sociedades saldrán debilitadas de esta
crisis. Necesitarán psicólogos para superar el trauma de no haber podido
acompañar a los más ancianos y moribundos a sus tumbas, pero necesitarán aún
más a sacerdotes que les enseñen a rezar y a esperar. La crisis revela que
nuestras sociedades, sin saberlo, sufren profundamente de un mal espiritual: no
saben darle sentido al sufrimiento, a la finitud y a la muerte.