Solemnidad
de la Santísima
Trinidad (ciclo A)
«Para
que el mundo se salve»
Concluido el tiempo pascual, pero aún a la luz de este
misterio, celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad ,
en la que Dios se revela plenamente como centro del mundo y de la historia. A
pesar de que, cuando oímos hablar de Dios, uno y trino, inmediatamente pensamos
en algo transcendente, oculto e imposible de comprender, la realidad es que,
gracias a la acción de Dios, quien parecía lejano, se ha hecho cercano con el
hombre y ha establecido una relación familiar con él. El Evangelio y el resto
de lecturas de la celebración de este domingo nos dan prueba de ello,
presentándonos a Dios desde lo concreto de la experiencia del hombre que ha
tenido acceso a la revelación del Señor.
«Tanto amó Dios al mundo»
La experiencia más profunda de Dios que nos transmite san
Juan en el Evangelio es la de un Dios que es amor. Como amor lo define en su
primera carta, y como amor que se entrega nos lo presenta ahora. El acto
supremo de ese amor ha sido entregarnos a su Unigénito para que tengamos vida;
y no cualquier vida, sino vida eterna: una vida que nadie nos puede arrebatar y
que ya hemos comenzado a experimentar en nuestra existencia terrena,
incorporándonos al misterio de Jesucristo. Sabemos, asimismo, que cuando el
Padre entrega a su Unigénito lo hace con todas las consecuencias que ello
implica, en un camino que pasa por hacerse carne con las implicaciones que esta
condición llevará consigo. Lejos de una concepción de dioses lejanos y distantes
de la época, Dios se muestra, ante todo, cercano, en continuidad con la
tradición bíblica. En este sentido, la primera lectura, del libro del Éxodo,
presenta a Moisés pidiendo perdón a Dios por la idolatría de su pueblo. Es
significativa la expresión: «El Señor bajó de la nube», puesta en relación con
la de «subir a la montaña». La nube representa la divinidad, y ahora Dios ha
venido al encuentro del hombre descendiendo al monte Sinaí. En ese lugar, Dios
entonces se manifiesta como «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico
en clemencia y lealtad». Esta autorrevelación de Dios no resta nada a la
condición transcendente y, en cierto sentido, inaferrable de Dios. Sin embargo,
la grandeza de Dios reside en que sin dejar de ser Dios puede ser profundamente
cercano al hombre, tal y como se refleja en este pasaje. La compasión,
misericordia y clemencia del Señor revelan, pues, a un Dios atento a los
problemas de las personas que se encuentran con Él en su camino.
La respuesta al pecado del mundo
A través del uso de unos términos típicos en san Juan
(amar, creer, vida, juicio, salvación), el Evangelio de este domingo refleja,
asimismo, que la proximidad de Dios con el hombre se manifiesta en la misión de
su Hijo. Quien es clemente y misericordioso «no envió su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». El amor al que se
refiere el pasaje evangélico en su comienzo se concreta en un objetivo: la
salvación del mundo. Esto es posible si se cree en el Hijo. Por otro lado, de
la concepción que tengamos de Dios va a depender nuestra visión del hombre.
Conocer a Dios implicará conocernos mejor a nosotros mismos, puesto que hemos
sido creados a imagen y semejanza de Dios, uno y trino. Ello significa que si
Dios en sí es relación de personas, también el hombre ha sido llamado a vivir
en comunidad, en familia, y a no vivir aislado. Confesar a Dios, uno y trino,
lleva consigo considerar a Dios como relación en sí. De ahí que, para que el
hombre se realice plenamente, ha de vivir también en unidad y relación con los
demás. No se trata de un imperativo moral, sino de lo que corresponde con
nuestro ser. Cuando san Pablo saluda en su segunda carta a los corintios
aludiendo a la gracia de Jesucristo, al amor de Dios y a la comunión del Espíritu
Santo, nos está mostrando algo mucho más profundo que un saludo de cortesía,
que nosotros hemos incorporado en nuestras celebraciones litúrgicas. La
expresión manifiesta que la misión y la salvación que se realiza por medio de
su ministerio se realiza gracias a la presencia y actuación del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo, quienes intervienen realmente en la vida de todos
nosotros.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida
eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado; el que no cree
ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
Juan 3, 13-16