Natividad de san Juan Bautista, solemnidad
«Se va a llamar Juan»
Sabemos que el domingo es el día del Señor y que raramente
se sustituye la liturgia de este día por la celebración de un santo. La
celebración de la Natividad
de san Juan Bautista no constituye una excepción, sino la ocasión para explicar
por qué cambiamos esta semana los textos del domingo por los de san Juan.
Cuando se celebra cualquier santo, de ordinario se conmemora la fecha de su
muerte. Sin embargo, el martirio de san Juan, el 29 de agosto, se recuerda con
menor intensidad litúrgica. La razón de esta aparente anomalía es la
vinculación entre el nacimiento del Bautista y el del Salvador. De hecho,
acercándonos al calendario nos percatamos enseguida de que esta fiesta coincide
con un acontecimiento astronómico, el solsticio de verano, y con los seis meses
antes de la Natividad
del Señor. A partir de este solsticio los días empiezan a acortarse, preparando
la oscuridad en medio de la cual seis meses después surgirá el Salvador.
El vínculo con el nacimiento del Salvador
Por lo tanto, estamos ante una fiesta que constituye ya
una preparación de la Navidad ,
como si se tratara del comienzo de un Adviento. El Bautista constituye el punto
final del Antiguo Testamento, abriéndonos el camino hacia el Nuevo. No hay que
hacer grandes esfuerzos para descubrir los paralelismos entre el modo de venir
al mundo de Jesús y de Juan. En ambos casos estamos ante una situación que
parecía imposible. Dice el pasaje que este domingo escuchamos, refiriéndose a Isabel,
la madre del Bautista, que: «el Señor le había hecho una gran misericordia, y
se alegraban con ella». Parecía imposible que Isabel estuviera embarazada,
puesto que era de edad avanzada. También el ángel había predicho a Zacarías, su
padre, que con el nacimiento de este niño muchos habrían de alegrarse.
La misericordia de nuestro Dios
El punto central del Evangelio lo constituye la elección
del nombre de Juan. Quienes rodean a la familia del precursor piensan que es
natural llamar al niño Zacarías, como su padre. Sin embargo, para los judíos,
el nombre define también la misión de una persona, y tanto su madre como su
padre deciden ponerle el nombre de Juan, que significa en hebreo «Dios es
misericordioso» o «Dios se ha apiadado». A primera vista podemos pensar que
tiene sentido el nombre escogido, dado que Isabel y Zacarías experimentan como
una acción de piedad de Dios el ser padres a pesar de su vejez. Pero hay algo
más: lo que está indicando este nombre es también una profecía; profecía de lo
que va a ser de la vida de Juan y profecía de lo que está por venir. La alegría
del nacimiento de Juan es expresada todos los días mediante el canto del Benedictus,
perteneciente al oficio de laudes. Uno de los versículos de este canto dice:
«Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace
de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte».
Ese «Sol que nace de lo alto» no es otro que el mismo Cristo a quien el
nacimiento de Juan anuncia. Por lo tanto, la venida de Juan al mundo supone la
mejor de las profecías que el hombre puede oír: se han acabado las tinieblas y
se ha acabado la muerte.
Del mismo modo que con Jesús, poco se dice de la infancia
y de la vida oculta de Juan Bautista. El Evangelio relata que «el niño crecía y
se fortalecía en el espíritu». Asimismo, se nos insiste en que «vivía en
lugares desiertos hasta los días de la manifestación a Israel». Juan ha pasado
a la historia como un asceta. Esta condición permite comprender que recibir al
Señor, prepararle el camino, implica una renuncia doble: morir a uno mismo, al
protagonismo y al afán por sobresalir, viviendo en humildad plena; al mismo
tiempo una renuncia a ciertas comodidades y bienes que nos pueden obnubilar y
no apreciar la luz del sol que tenemos ante nosotros.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y
dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le
había hecho una gran misericordia y se alegraban con ella. A los ocho días
vinieron a circuncidar al niño y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero
la madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan». Y le dijeron: «Ninguno
de tus parientes se llama así». Entonces preguntaban por señas al padre cómo
quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y
todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua,
y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se
comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los
oían reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?». Porque la mano del
Señor estaba con él. El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en
lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.
Lucas
1, 57-66.80