Foto: Archisevilla |
Reproducimos a continuación un
fragmento del JEREZ ÍNTIMO de N.H.D.
Marco Antonio Velo publicado hoy en Diario de Jerez, que lleva por título Fernando y la transparencia de Dios:
“La muerte, en esta ocasión, ni se
salió con la suya ni tampoco -al soniquete de Sergio Leone-tenía un precio. La
muerte es un intersticio de color violeta. Y ya vaticinó la greguería de Ramón
Gómez de la Serna
que las violetas únicamente son las ojeras del jardín. ¿Del jardín que tronza y
troncha el campo de las malvas? La muerte ahora no ha trasnochado ni ha
conjeturado con las fauces del olvido mediato. Porque ha fallecido el sacerdote
jesuita Fernando García Gutiérrez, el pariente santo de otro santo potencial:
Pedro Guerrero González. Ambos jerezanos. Ambos hijos de San Ignacio. Ambos cultivaron
su apostolado allende nuestras fronteras. Fernando no era persona de muecas ni
de caretas impostadas sino la concreción facial de una todopoderosa conquista
forever: la de la felicidad interior. No existe hombre más carismático, más
arrollador, más preclaro, que quien marida (a raudales) la felicidad y el alto
intelecto. De los quejicosos jamás se ha escrito ningún verso posmoderno.
Fernando fue un líder sereno y
verbal. ¡Cuánta luminosidad académica desprendía! Lo fue -ilustrísimo
académico- de la Real
Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría Sevilla y
de la Real Academia
de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras de Jerez. Su cultura desbordante ya
asomaba a cada segundo a través del barandal -que es dentadura del pensamiento-
de la sonrisa clara y abierta como una frutal tajada de la dicha de saberse
hombre. ¿Su mirada? Cristalina y espejada, como la vidriera mate del quid pro
quo. Cuando estrechabas su mano derecha parecías palpar la pasamanería de toda
la doctrina ateniense (desde Platón a Crates de Triasio).
Entregó sin melindres ni
aspavientos su existencia a la
Iglesia desde la perífrasis de una intelectualidad tan
polivalente y tan teológica que sus postulados jamás sonaron a cuento chino.
Aunque sí al japonés que dominaba con cátedra de docencia internacional.
Fernando irradiaba la tronadora fortaleza del optimismo (que es la fuerza del
sino). Esa risa copernicana -porque todo lo volteaba con volutas de ciento
ochenta grados- que era como una boquiabierta transparencia de Dios. Por amor.
Martín Descalzo solía comentar que quien ama mucho sonríe con facilidad. Así es
en efecto. Ha resucitado para nuestra memoria (sempiterna) un sacerdote culto y
risueño, como el perímetro de un rango universal: ¿qué tuve, que mi amistad
procuraste? Has dejado huella, has sembrado, Fernando, amigo, padre, en lo
imperecedero. Y, con el poeta pianista, te digo… "Aquí en mi torpe
mejilla/ quiero ver si se retrata/ esa lividez de plata/ esa lágrima que
brilla"”.