II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
(ciclo B)
A los ocho días
El pasaje del Evangelio de este domingo nos muestra que
Jesús se apareció a los discípulos, encerrados en el Cenáculo, al anochecer del
primer día de la semana, y que ocho días después se presenta nuevamente ante
ellos. Este hecho tiene suma importancia, ya que constata que desde el inicio
la comunidad cristiana comenzó a vivir un ritmo semanal marcado por el
encuentro con el Señor resucitado. De ahí nace, por lo tanto, que el domingo
sea el día del Señor, el día de la celebración de la Pascua del Señor. De hecho,
históricamente la celebración de la
Pascua surgirá más adelante, algo que no ocurre con la
celebración eucarística dominical, atestiguada desde los orígenes. Desde los
albores del cristianismo, también se quiso recalcar que comenzaba un culto
nuevo y diferente a las costumbres judías asociadas al sábado. Esta es una
prueba muy fuerte de la
Resurrección del Señor, porque solo un acontecimiento
realmente relevante y extraordinario podía inducir a los primeros discípulos a
iniciar un culto diferente al sábado judío.
«Paz a vosotros»
Estamos ante las primeras palabras que el Señor dirige a
quienes estaban congregados en el Cenáculo al anochecer de aquel día. La paz es
uno de los conceptos que pueden ser utilizados para referirse a múltiples
realidades. La acepción más común es la que se refiere a la situación en la que
no existe lucha armada en un país o entre países, o, en un sentido no
belicista, la relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni
conflictos. Ciertamente, el deseo del Señor al saludar a sus discípulos tras
resucitar no se opone a estos significados comunes. Sin embargo, hay algo que
distingue la paz que Jesucristo ofrece de la meramente humana: con su
Resurrección, Jesús ha vencido al mal y a la muerte; luego, la paz que ofrece
es consecuencia de una victoria. Dicho de otra manera, con el saludo «paz a
vosotros» Jesús no solo está expresando unos buenos deseos, sinceros y
profundos. Tampoco se trata únicamente de una expresión formal o de cortesía.
Con esta fórmula está revelando a sus discípulos que la victoria que ha
conseguido tiene también como beneficiarios a los hombres, que gracias a él
reciben ese don. No será la única gracia del Resucitado. El Evangelio alude a
otro fruto: la alegría de los discípulos al ver al Señor. Y el Espíritu Santo
es igualmente mencionado como consecuencia de la Pascua del Señor.
Las manos y el costado del Señor
Es célebre el requisito de Tomás para creer que Jesús está
vivo: ver y meter el dedo en el agujero de los clavos e introducir la mano en
el costado. Pero, ¿son las llagas solo un recurso circunstancial para acusar a
Tomás de incrédulo y formular la bienaventuranza de los que creen sin haber
visto? Si retrocedemos algún versículo, nos damos cuenta de que esa condición
la había puesto el Señor ocho días antes. En su primera aparición, tras el
saludo de paz, «les enseñó las manos y el costado», es decir, el Señor se había
hecho reconocer de este modo. ¿Por qué son importantes las llagas en las manos
y en el costado? Por varios motivos. Sirven, en primer lugar, para constatar
que hay una identidad entre quien padeció y murió, y aquel a quien ahora están
viendo los discípulos. Ni están los discípulos ante un fantasma ni sufren un
tipo de alucinación colectiva. En segundo lugar, se deja claro que la Resurrección no anula
la Pasión y la Muerte de Cristo, como si
nada antes hubiera sucedido. En el cuerpo glorioso del Señor resucitado se
muestra que se ha llevado a término lo que comenzó desde el instante de la Encarnación , y que
Jesús no se ha ahorrado ningún paso ni ha fingido absolutamente nada. Estamos
ante un acontecimiento, sin duda, extraordinario, pero desde el primer instante
los relatos sobre la
Resurrección han querido insistir en la realidad de los
hechos, frente a cualquier atisbo de fantasía o de mito.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana,
estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los
judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos
y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no
estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos
visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los
clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su
costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y
Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y
dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis
manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me
has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en
este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos
para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo,
tengáis vida en su nombre.
Juan
20, 19-31