VI Domingo de Pascua (ciclo
A)
El anuncio de otro Paráclito
A pesar de que quedan varios días para celebrar el día de
Pentecostés, la liturgia nos prepara ya para esta solemnidad. Todas las
lecturas aluden a la presencia del Espíritu Santo. En la primera, los apóstoles
Pedro y Juan se dirigen a Samaría para imponer las manos a los bautizados, que
reciben de este modo el Espíritu Santo. En la segunda lectura, Pedro señala que
Jesús murió en la carne, pero ha sido vivificado en el Espíritu. De modo
especial, el Evangelio anuncia la llegada del Espíritu Santo. Jesús mismo
promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu, designado como
«otro Paráclito». El término paráclito equivale al latino advocatus, es decir, abogado defensor. Jesús habla de «otro»
paráclito porque el primero es él mismo, que vino con la finalidad de defender
al hombre del acusador por excelencia, que es Satanás. Jesús pronuncia este
discurso tras la Última Cena, ya que sabe que no puede quedarse para siempre
con los apóstoles, puesto que asumió una vida humana, que es limitada. Y la
asumió, sobre todo, para transformar la muerte humana en camino para la vida
eterna. Por eso, en el momento en que Cristo, tras cumplir su misión, vuelve al
Padre, este envía al Espíritu como defensor y consolador, para permanecer para
siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Al ser eterno, el
Espíritu puede quedarse para siempre con todos los discípulos de Cristo.
Amar al Señor para recibir al Espíritu
De esta manera, siempre es posible mantener una relación
de intimidad entre Dios Padre y los discípulos de Jesucristo. Primero por la
mediación del Señor y más adelante por la acción y la presencia del Espíritu
Santo. Por eso dice el Evangelio: «Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo
en vosotros». Sin embargo, esta relación no es automática. Exige de nuestra
libertad. Si Jesús era visible en cuanto hombre, no lo es el Espíritu Santo. Se
trata de una realidad interior imposible de percibir por medio de los sentidos.
Es necesario, pues, estar unidos interiormente con el
Espíritu. Por eso el Evangelio afirma que «el mundo no puede recibirlo, porque
no lo ve ni lo conoce». Cuando se habla «del mundo», el pasaje se refiere al
conjunto de las tendencias pecadoras de la humanidad, no a cuanto de bueno y
bello hay en el universo. El mal no conoce al Espíritu porque es una realidad
antagónica a él. Sin embargo, el discípulo de Cristo, quien se ha dejado
transformar por Jesús, tiene la capacidad de conocer y recibir su Espíritu. Al
comienzo del pasaje aparece la condición «si me amáis» para recibir al
Paráclito, que vuelve a repetirse al final del episodio evangélico: «El que me
ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». El
Señor insiste en la relación entre la observancia de sus mandamientos y el amor
hacia él. Una vez más se muestra que para entrar en relación con Dios es
necesario pasar por la mediación del Hijo. Solo así es posible recibir y
comunicar todo lo que el Padre nos quiere dar.
El Espíritu Santo en la Iglesia
La llegada del Espíritu Santo no es un acontecimiento
complementario para la historia de la salvación, sino que supone la plenitud de
la Encarnación
y de la Redención ,
y se encuentra entre los contenidos de la promesa de la Nueva Alianza , hecha
por Dios a través de Jeremías y, sobre todo, de Ezequiel: «Os daré un corazón
nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón
de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu» (Ez
36,26-27).
La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia continúa hasta el
día de hoy. Su asistencia constante posibilita la eficacia de cualquier acción
llevada a cabo por los pastores o los miembros de la Iglesia , ya sea de
gobierno pastoral, de santificación, de enseñanza o de caridad. De hecho,
cuando decimos que la Iglesia
está viva, no lo afirmamos por utilizar un lenguaje expresivo o metafórico,
sino porque hay alguien que constantemente sigue infundiéndole su aliento. Lo
afirmamos, de hecho en el credo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida». De no tener presente esta realidad, corremos el riesgo de reducir a la Iglesia a una organización
más de entre las que existen en la sociedad o de reducir su actividad al fruto
de esfuerzos humanos. Cuando Jesús promete en el Evangelio a sus discípulos no
dejarlos huérfanos, les está diciendo que él estará siempre presente a través
de su Espíritu.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me
amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro
Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no
puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis,
porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a
vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y
viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y
vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda,
ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me
manifestaré a él».
Juan 14, 15-21