V Domingo de Pascua (ciclo
A)
El camino, la verdad y la vida
El pasaje evangélico de hoy comienza con el mandato que el
Señor dirige a sus discípulos: creer en Dios y creer en él. No se trata de dos
actos de fe distintos, sino más bien de la total adhesión a la acción de Dios
por medio de su Hijo.
De sobra son conocidas las persecuciones que durante 2.000
años ha sufrido la
Iglesia. En todas ellas hay un elemento común: la existencia
de mártires, palabra que, como sabemos, significa testigo. El mártir es precisamente
el que ha dado la vida por llevar hasta las últimas consecuencias el precepto
de creer en Dios y en Jesucristo. Y esto consiste en unir por completo el
destino del hombre con el de Cristo, a través de la misma forma de muerte: el
derramamiento de la sangre. Con ello, se percibe de un modo radical que la fe
tiene implicaciones que afectan incluso al destino final de la vida terrena del
hombre.
La pretensión de absoluto
Pero, ¿qué es lo que ha provocado a lo largo de los siglos
la ira de quienes han agredido a los cristianos? ¿Jesucristo? Actualmente, ni
siquiera la persona más atea del planeta valora la figura de Cristo como la de
un perturbador de la convivencia humana o como la de alguien que haya influido
negativamente en la historia de la humanidad. Hoy en día no se pone en tela de
juicio, por ejemplo, la bondad del mandato del amor al prójimo, incluso a los
enemigos. Esta prescripción es considerada como parte del acervo cristiano
también por los no creyentes.
Sin embargo, pensemos en las primeras persecuciones, las
que nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles, leído durante el tiempo
pascual. El punto que provoca la indignación contra las primeras comunidades es
la aparición de Jesús como rostro de Dios. «Quien me ha visto a mí ha visto al
Padre». Una cosa es valorar positivamente parte de las enseñanzas del Señor a
sus seguidores y otra muy distinta situar a Jesús en el lugar de Dios. Esta
postura es la que llevó a Cristo a la cruz y, por consiguiente, la que
encaminará a los cristianos al martirio. La segunda afirmación que causa
escándalo es «yo soy el camino y la verdad y la vida», un enunciado que, por
familiar que nos parezca, tiene la clave de discernimiento entre quien está
dispuesto a seguir a Cristo y la de quien o bien mira con indiferencia nuestra
fe o bien pretende aniquilarla. El motivo es que Jesús se presenta con una
pretensión de absoluto, algo que incordia tanto en los primeros siglos como en
nuestros días. Jesús no requiere de nosotros un mero asentimiento ideológico a
su mensaje ni, menos aún, escoger de este lo que más nos guste; entre otras
cosas porque Dios no se ha revelado para mostrarnos simplemente una filosofía o
un sistema de pensamiento superior al resto. Nos pide reconocerlo como quien, a
través de su encarnación, muerte y resurrección, nos ha dado a conocer el amor
de Dios, liberándonos para siempre del pecado y de la muerte.
La promesa de las obras mayores
Desde la fe en su persona y su misión tiene sentido la
promesa a los discípulos de realizar obras incluso mayores que las de él. «En
verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo
hago, y aún mayores». Solo creyendo en Cristo y permaneciendo unidos a él es
posible continuar su acción ininterrumpida en la historia. La tarea principal
de la Iglesia
es justamente anunciar a Jesucristo como camino, verdad y vida. Reconocerlo
como camino supone aceptarlo como la mediación necesaria para llegar al Padre;
mirarlo como verdad lleva a huir de cualquier tipo de relativismo, tan arraigado
en nuestra sociedad contemporánea; percibirlo como la vida nos da la capacidad
de mirar nuestro destino definitivo a la luz de quien ya ha vencido a la muerte
y, por eso mismo, puede darnos parte en su resurrección.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No se turbe
vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre
hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un
lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para
que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el
camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el
camino?». Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va
al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre.
Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al
Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no
me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú:
“Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo
que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él
mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no,
creed a las obras.
En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también
él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre».
Juan 14, 1-12