V Domingo de Cuaresma
- de Pasión (ciclo A)
Llamados a la vida eterna
El Evangelio de este domingo relata las consecuencias de
la resurrección de Cristo y su victoria sobre la muerte. Tras haber visto a
Cristo como agua, prometiendo un agua que sacia para siempre la sed, y como
luz, afirmando ser «la luz del mundo», hoy contemplamos a Jesús como «la
resurrección y la vida». Estos tres aspectos han conformado durante siglos el
núcleo del itinerario catequético de los que iban a ser bautizados en la noche de
Pascua. Al igual que en las semanas anteriores se hablaba de dos tipos de agua
y de luz, la física y la que trae Jesús, también hoy aparecen dos tipos de
vida. Jesús devuelve la vida física a Lázaro. No obstante, a través de este
signo, el último antes de que los sumos sacerdotes decidieran matarlo, nos
muestra que posee una vida de índole superior a la meramente física.
Ciertamente, el hombre huye de la muerte. Sin embargo, también somos
conscientes de que una vida física sin fin no tendría sentido. Por una parte,
comprendemos que no podemos esperar una prolongación infinita de la vida
biológica y, por otra, deseamos una vida sin fin. Cuando el Señor afirma «yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá»,
alude a una vida de orden distinto y que supera la idea de una vida terrena
interminable. El Evangelio de san Juan afirma: «Yo he venido para que tengan
vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). El Señor habla de la esencia de la
vida, no de la duración ni de las condiciones físicas.
Jesús es la novedad absoluta, que irrumpe y derriba el
muro de la muerte. Puesto que Cristo es vida eterna, la muerte no tiene dominio
sobre él. La resurrección de Lázaro es signo de su señorío total sobre la
muerte física. De hecho, Jesús considera la muerte como un sueño: «Lázaro,
nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo». Del mismo modo que existe una
vida física y la vida que nos trae el Señor, también existe otra muerte diversa
de la física, la muerte espiritual. El pecado la provoca y para vencerla Cristo
sufrió la cruz.
El reconocimiento como Señor
En el fragmento de este domingo es llamativa la fe de
Marta. Cuando llega Jesús, le sale al encuentro y le dice: «Señor, si hubieras
estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que
pidas a Dios, Dios te lo concederá». Para entender esto, hemos de situarnos en
el lugar de esta mujer. No es fácil conservar tal fe en circunstancias tan
dolorosas, ya que el dolor y la tristeza son enormes. Marta es, pues, un ejemplo
de confianza en Jesucristo. Al igual que la samaritana pedía el agua verdadera
y el ciego de nacimiento confesaba su fe en el Señor, Marta también responde
ante la pregunta que le plantea el Señor: «Yo creo que tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios». Esta afirmación está reconociendo ya a Jesús como vencedor de la
muerte. Y está en la línea de la aclamación Kyrie eleison del principio de la
celebración eucarística. Para Marta, como para los cristianos, Jesús supera la
imagen del maestro, del profeta o del ejemplo de moral. Es reconocido como
Señor porque, con su pasión, muerte y resurrección, ha vencido a la muerte y,
como Señor glorioso, es la vida y nos comunica esa vida verdadera a través de
los sacramentos. Por eso, los primeros escritores cristianos llamaron a la Eucaristía medicina de
inmortalidad. A través de ella se nos está dando la vida verdadera, que supera
el tiempo y el espacio.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, las hermanas le mandaron recado a Jesús
diciendo: «Señor, al que tú amas está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta
enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para
que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su
hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo se quedó todavía dos
días donde estaba. Solo entonces dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a
Judea». Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado.
Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su
encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si
hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo
que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano
resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el
último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en
mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para
siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».
Jesús preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le
contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Los judíos
comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto
los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?». Jesús,
conmovido de nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta
con una losa. Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le
dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». Jesús le replicó: «¿No te
he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me
has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que
me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz
potente: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, los pies y las manos atadas con
vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo
andar».
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver
lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Juan 11, 3-7, 17. 20-27. 34-45