Fuente: ALFA Y OMEGA
XXX Domingo del Tiempo ordinario (ciclo
B)
El grito del ciego
Recuperar el silencio es uno de los objetivos que el Papa
Francisco propone para el Año Jubilar de la Misericordia. Podría
parecer difícil captar qué tiene que ver el silencio con la misericordia. Pero
enseguida entendemos que el ruido aturde y que si no estuviéramos en
disposición de escuchar, no podríamos percibir la palabra exterior e interior
que nos comunica el Amor perdonador y sanador de Dios. El mundo de los móviles
y demás aparatos de comunicación y reproducción de sonidos no nos facilita demasiado
la serenidad necesaria para la escucha. Incluso el ambiente de nuestras
iglesias resulta con cierta frecuencia demasiado lleno de palabras y
conversaciones. Será muy bueno recuperar tiempos y espacios para el silencio
exterior e interior.
Sin embargo, el amor al silencio que nos ayuda a escuchar
no tiene nada que ver con el amor al vacío ni a la soledad inhóspita. La
soledad y el silencio que buscamos son sonoros, como dice san Juan de la Cruz. Porque están
habitados por la Palabra.
Por eso, se da la paradoja de que el mejor silencio es
aquel que nos permite gritar a pleno pulmón, como hizo el ciego Bartimeo cuando
se enteró de que Jesús pasaba junto a él: «¡Ten misericordia de mí!».
El Evangelio dice que «muchos lo regañaban para que se
callara. Pero él gritaba más». No le parecía bien reprimir el grito de su alma
precisamente cuando el Salvador se cruzaba en su camino.
También hoy son muchos los que nos increpan para que no
gritemos. A los poderes de este mundo no les gusta que nos sinceremos con Dios.
Para conseguir callarnos emplean esos altavoces y esa proliferación de aparatos
ruidosos que nos aturden y que nos impiden a nosotros mismos oír el grito que
llevamos en alma. Esa es una estrategia muy socorrida. Pero otra también muy
frecuente es la de inducirnos a pensar que no conduce a nada expresar nuestras
pobrezas y menos con la contundencia de un grito fuerte y claro. Al fin y al
cabo -según se empeñan en sugerirnos de mil modos- no pasa nadie por nuestra
vida que sea capaz de escuchar y de salvar. Habríamos de contentarnos con la
referencia a nosotros mismos o, incluso también, con sumergirnos en el vacío
como camino único de liberación de nuestras angustias y culpas.
Pues bien, el grito del ciego es muy revelador. Nos viene
muy bien dejar salir del corazón la voz que clama y pide ayuda. Porque si no,
nos quedaríamos en nuestra soledad poblada de tinieblas. No nos dejemos
intimidar por nada ni por nadie. El Señor pasa por nuestras vidas bien atento a
nuestras miserias. Pero nosotros hemos de ser capaces de acoger su presencia y
su fuerza sanadora. Será difícil que lo seamos, si vivimos aislados y mudos,
sin reconocer siquiera qué es lo que necesitamos, sin conseguir articular la
demanda verdadera del alma y sin expresarla con fuerza.
Será muy bueno ejercitarnos en el silencio, para hacernos
capaces de percibir el paso del Señor y para ser libres de pedir -mejor, a voz
en grito del alma- lo que necesitamos: luz para ver.
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
Evangelio
En
aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el
ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo
limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, ten
compasión de mí».
Muchos
le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten
compasión de mí».
Jesús
se detuvo y dijo: «Llamadlo».
Llamaron
al ciego diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama».
Soltó
el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús
le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El
ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver».
Jesús
le dijo: «Anda, tu fe te ha curado».
Y
al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Marcos 10, 46-52