El celo de tu Casa
Cerca de donde escribo, la parroquia
madrileña de San Ginés guarda en su rico patrimonio artístico la última versión
de la expulsión de los mercaderes del templo pintada por El Greco. Hasta
finales de abril, está fuera de casa, en la gran exposición a Su imagen, que no
habría que dejar de saborear, en la plaza de Colón.
El pintor griego era muy devoto
de esta escena. Se conservan por lo menos cinco versiones de su mano y otras
cuantas de su taller. Meditó el misterio de l a purificación del templo a lo
largo de toda su carrera, ya desde sus años italianos hasta esta soberbia
pintura de San Ginés, creada después de 1610, en los últimos años de su vida.
Algunos piensan que en este tema habría que buscar una de las claves decisivas
de la personalidad del gran pintor del Siglo de Oro.
No parece que fuera un interés
moralista el que centrara la atención de El Greco en esta escena, pintada no
sólo por el evangelio de Juan, sino también por los tres evangelios sinópticos.
Una escena que pertenece, por tanto, al corazón del Evangelio, de la buena
noticia de Dios que trae Jesucristo. El Evangelio implica una moral, pero no es
una moral. Es, ante todo, eso: una novedad divina que mueve al alma hacia el
verdadero futuro que Dios le depara.
Dicen que El Greco, en el
espíritu de la Reforma
católica, habría visto en esta fuerte acción de Jesús la inspiración para la
obra de limpieza de las costumbres, tan necesaria entre los eclesiásticos y el
pueblo fiel. Empuñando el látigo frente a los mercaderes del templo, el Maestro
pone ciertamente de relieve la urgencia de limpiar la vida cristiana de las
ambiciones mundanas, que oscurecen el testimonio apostólico y corrompen la vida
eclesial y social.
Pero El Greco ha ido más allá.
Hace también la lectura teológica del gesto del Salvador, que no ha venido
principalmente a decirnos lo que tenemos que hacer. Eso ya lo decía la Ley de Moisés. Ha venido, ante
todo, a darnos la libertad y la fuerza para vivir de acuerdo con nuestra
vocación divina y, por tanto, para actuar en verdad.
Es la lectura que se significa en
la intensa conversación que Pedro y los otros discípulos sostienen en el lado
derecho de la escena, protegidos por la mano del Señor. ¡ Le devorará el celo
por la Casa del
Padre!: palabras del salmo que musitan escudriñando su sentido. La clave de
éste la da el artista en el gran Adán, en blanco marmóreo, que apunta a Jesús
desde su nicho, sobre una peana en la que se representa al ángel expulsando a
los primeros pecadores del Paraíso. Sí, el viejo Adán crece, liberado por el
nuevo Adán, Jesucristo, que, efectivamente, será crucificado por causa de su
amor al Padre y del celo por su Casa. Con su cruz y su resurrección destruirá
el pecado y reconstruirá al hombre caído, abriéndole un templo limpio para el
encuentro con Dios. Su cuerpo glorioso es ese nuevo templo. En la versión de
Londres, en lugar del gran Adán, figura de Cristo resucitado, El Greco había
pintado a Isaac en su sacrificio, prototipo de Cristo crucificado a causa de su
obediencia y por causa de nuestra libertad.
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
Evangelio
En
aquel tiempo se acercaba la
Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en
el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas
sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas
y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a
los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un
mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está
escrito: El celo de tu Casa me devora.
Entonces
i ntervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para
obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo
levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir
este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero
Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los
discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra
que había dicho Jesús.
Mientras
estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre,
viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los
conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque
Él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Juan 2, 13-25