Fuente: ALFA Y OMEGA
II
Domingo de Pascua (ciclo C)
La
fe en la Resurrección
Los domingos de Pascua son una reiteración
del acontecimiento de la Resurrección, una llamada profunda a nuestra fe, hasta
llegar Pentecostés, ese momento en que Resurrección y venida del Espíritu Santo
confluyen juntas.
Así, en esta octava de Pascua el
Evangelio nos presenta especialmente a Tomás, el discípulo ausente en la
primera aparición de Jesús resucitado y que permaneció incrédulo a pesar del
testimonio de sus hermanos. Sin embargo, cuando el Resucitado se aparece por
segunda vez él está allí presente y llega a creer plenamente, uniéndose para
siempre al Señor de su vida.
Tomás resume el difícil camino realizado
por los primeros discípulos para llegar a la fe pascual: no es fruto de una
exaltación religiosa o de una alucinación psicológica, sino que es una profunda
victoria de Jesús resucitado sobre las dudas y los miedos que paralizan a sus
discípulos. En este sentido el Evangelio de este domingo nos muestra un camino
para llegar a creer en el Resucitado, el que siempre viene y permanece entre
nosotros, ofreciéndonos su paz y dándonos el don del Espíritu Santo.
En los días que siguen a la muerte de
Jesús, los discípulos se encuentran en la casa, encerrados en sí mismos, llenos
de miedo y pavor. Sin embargo, están habitados por la fuerza de una espera
inexplicable, suscitada por el anuncio de María Magdalena: «¡He visto al
Señor!» (cf. Jn 20, 18). Jesús toma la iniciativa y se aparece colocándose en
medio de ellos como el Señor que viene; infunde la paz en sus corazones, al
mismo tiempo que les muestra los signos de su Pasión. Jesús está vivo, pero no
se puede eliminar el sufrimiento que Él ha padecido hasta llegar a una muerte
cruel, y por eso las huellas de la Pasión permanecen imborrables en su cuerpo,
transfigurado por la Resurrección. Después, soplando sobre los discípulos, con
un gesto que los recrea (cf. Gn 2, 7) y les hace pasar de la muerte a la vida
(cf. Ez 37, 9), el Resucitado les comunica el Espíritu Santo. De este modo les
permite cumplir la única misión importante: perdonar los pecados. Jesús sopla
el Espíritu, y el efecto del Espíritu es muy claro: poder para perdonar, es
decir, misericordia efectiva. Este es el Pentecostés en el Evangelio de Juan:
la capacidad para perdonar.
«Ocho días después», por tanto, el
domingo, el día del Señor, Jesús se aparece de nuevo a los discípulos. Esta vez
también está presente Tomás, unido a la comunidad regenerada por el Espíritu
del Resucitado y capaz de anunciar la Resurrección. Pero era precisamente este
anuncio el que él se había negado a creer, exigiendo la necesidad de pruebas
ciertas: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en
el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Tomás no
confía en sus hermanos, quiere tener una relación directa con el Señor; y el
Señor mismo con infinita paciencia se le acerca y le invita a contemplar los
signos de su muerte: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Es la identificación
de Jesús: sus llagas, las señales de su cuerpo crucificado. Es el testimonio de
la identidad entre el que murió y el que ha resucitado, el testimonio de su
identidad corporal, porque no resucita el espíritu, sino que resucita la
persona, con el cuerpo glorificado. Es entonces cuando Tomás llega a comprender
y exclama finalmente: «¡Señor mío y Dios mío!», una confesión de fe plena en el
señorío y en la divinidad de Jesús.
Si Jesús se identificó con las marcas de
su Pasión, nosotros no podemos reconocerle si no tocamos sus heridas. Y palpar
sus llagas hoy es tocarlas en sus hermanos heridos. La fe en el Resucitado no
es una creencia en un espíritu. Es el resultado de tocar un cuerpo herido: el
del Señor. Y hoy la posibilidad de hacerlo está en tocar, en amar, las llagas
de nuestros hermanos heridos. Ahí encontraremos la fe en la Resurrección.
Es difícil para nosotros, como para
Tomás, llegar a la fe en la Resurrección. Sin embargo, gracias a él, Jesús
pronuncia su última bienaventuranza: «¡Bienaventurados los que creen sin haber
visto!». También nosotros estamos llamados a experimentar la bienaventuranza de
quien ve a Jesús a través de los ojos de la comunidad cristiana, reunida en el
día del Señor y en escucha atenta de la Palabra de Dios.
Celebremos el domingo de la Divina
Misericordia. En la Resurrección encuentra todo su sentido la cruz. Nuestras
renuncias, nuestros dolores, nuestros padecimientos van dirigidos a la
Resurrección, y en ella encontrarán su plenitud. Por tanto, la Resurrección es
pura misericordia. Si la Resurrección es el eje y el centro de nuestra fe, esta
no es sino la apertura a la misericordia. Creamos en el amor, en la bondad del
amor, en el triunfo del amor. Solo la misericordia es digna de fe, es sustrato
de la fe. Participemos en la Resurrección del Señor. Si damos paso a la
misericordia tendremos dentro de nosotros el germen de la Resurrección.
Estaremos resucitando –aunque antes tengamos que pasar por la muerte–,
participaremos de la vida del que vive.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
Al anochecer de aquel día, el primero de
la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por
miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a
vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los
discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a
vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto,
sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con
ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al
Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos,
si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado,
no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás
con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos;
trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto
has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros
signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los
discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el
Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Juan 20, 19-31