Fuente: ALFA Y OMEGA
V
Domingo de Cuaresma (ciclo C)
Un
juicio de misericordia
Celebramos el quinto domingo de
Cuaresma. El próximo domingo será Domingo de Ramos. La Cuaresma está llegando a
su culminación. Estamos finalizando un periodo de gracia y de preparación a la
Pascua del Señor. Al igual que los dos domingos anteriores, el Evangelio de hoy
es una invitación a meditar sobre la misericordia de Dios, capaz de recrearnos
y de reabrir un futuro donde tal vez ya no hay esperanza, empujándonos siempre
a la conversión de nuestro corazón.
Al amanecer Jesús va al templo de
Jerusalén, y la gente se precipita hacia Él para escuchar sus enseñanzas. Ahí
acontece este precioso relato del Evangelio. Van a juzgar a una mujer
sorprendida en adulterio. ¿Nos imaginamos la escena? Una mujer desgreñada,
humillada, golpeada, sollozando, con gemidos… La traen a empujones, entre insultos.
La tiran ante Él violentamente. Ella está en el suelo. Los demás –todos
aparentemente dignos–, a su alrededor. Entonces se acercan a Jesús algunos
escribas y fariseos para interrogarle, porque no pueden soportar que Él
«viniera a llamar a los pecadores y no a los justos» (cf. Lc 5, 32), ni pueden
comprender que «acoja a los pecadores y coma con ellos» (cf. Lc 15, 2).
Le preguntan acerca de su opinión sobre
la legislación mosaica que pide apedrear a las adúlteras. No es una teoría, es
real. La mujer está condenada, va a morir. Ellos recurren a la ley de manera
correcta (cf. Lv 20, 10; Dt 22, 22-24), pero en sus corazones hay odio y
maldad. En el fondo no les importa la mujer, sino que buscan desprestigiar a
Jesús, siempre. Le preguntan sobre cómo se sitúa Él frente a la ley de Moisés.
¿Es un verdadero judío, o en el fondo es un enemigo del pueblo? Como si la ley
fuera el último criterio para determinar quién es quién. Como si el templo
fuera la morada de la ley, y no de la misericordia y del perdón. Están en el
templo, pero en realidad están profanándolo. Jesús no responde. Se limita a
escribir irónicamente con el dedo en el suelo. Pero como le insisten levanta la
mirada, los observa cara a cara, y les dice: «Quien esté libre de pecado que
tire la primera piedra». ¿Os imagináis la mirada de Jesús? Debía de ser
terrible. Y ante esa mirada, la cobardía, el miedo y la huida.
Así, los acusadores se marchan, «uno por
uno, comenzando por los mayores», y dejan a Jesús solo con ella. Y entonces
viene la conclusión tan extraordinaria de este relato evangélico: «Jesús se
incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha
condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te
condeno. Anda, y en adelante no peques más”».
¿Qué sería de aquella mujer? ¿La
recibiría su familia? ¿O se convertiría en una mendiga o en una prostituta al
ser rechazada por todos? No conocemos esta información. Pero sí sabemos que en
el corazón de aquella mujer quedó grabada para toda su vida la mirada compasiva
de Jesús: quedó marcado su perdón.
Juzgar es valorar, evaluar, a una
persona. Se trata de calificar no un acto suyo, sino su fondo personal. El
Evangelio de este domingo nos hace caer en la cuenta de que juzgamos muchas
veces sin saber lo que en realidad es juzgar. Porque juzgar a una persona exige
en primer lugar conocer el corazón de esa persona, su fondo último, su alma.
¡Cómo nos sorprenden las personas a lo
largo de la vida! Personas en quien habíamos puesto toda nuestra confianza y de
pronto nos decepcionan con sus malas acciones. Y al revés: personas sencillas,
que en situaciones difíciles –guerras, persecuciones, desgracias familiares,…–
dan la vida, salvan a otros, se arriesgan. Son héroes. Pero, ¿quién es quién?
¿Y quién soy yo? Porque hay días que nos parece que somos buenos, pero otros no
vemos nuestra bondad por ningún sitio. El fondo personal del corazón, el núcleo
íntimo y hondo de cada persona, solo es conocido de verdad por la mirada de
Dios.
¿Quiénes somos nosotros para juzgar a
nuestro hermano, si estamos cargados de pecado, de intereses, de prejuicios? El
juicio humano es un acto de ignorancia porque es hablar de lo que no se sabe,
es un acto de soberbia porque es ponerse en el lugar de Dios, y es una
agresión, un ataque al corazón del otro, una negación de la misericordia. Sólo
Dios puede juzgar, porque sólo Dios conoce el interior de cada persona, y ama
con un amor único, que recrea y recompone. La persona que nunca juzga ni de
pensamiento ni de palabra, tiene en su corazón a Dios: tiene dentro la gracia,
tiene dentro el amor.
En el Evangelio de este domingo Jesús se
abstiene de juzgar: «Yo no te juzgo» (Jn 8, 11; cf. Jn 12, 47). Su misericordia
emerge porque no condena. No juzguemos. Seamos misericordiosos, y encontraremos
misericordia.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús se retiró al
monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el
pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le
traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de
Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban
esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía
con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les
dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose
otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a
uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio,
que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están
tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor».
Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
Lucas 8, 1-11