Fuente: ALFA Y OMEGA
Domingo
de Ramos (ciclo C)
El
pórtico de la Semana Santa
Es Domingo de Ramos, el pórtico de la
Semana Santa, la semana mayor de los cristianos, en la que vamos a celebrar la
Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Un año más, entraremos de lleno en el
misterio que es el corazón de nuestra fe: seguiremos de cerca al Señor en su
entrada triunfal en Jerusalén, penetraremos en los sentimientos de Cristo, que
intuyen las oscuras cavilaciones del sanedrín judío y la cobardía cómplice de
las autoridades romanas. Viviremos con Jesús la angustia del prendimiento, el
amargo dolor de la flagelación, de la coronación de espinas y del camino hacia
el Calvario, la soledad y el abandono del Padre en la cruz, y también la
inmensa alegría de su Resurrección en la mañana de Pascua.
En el Domingo de Ramos proclamamos
lecturas preciosas que merecen comentarios profundos. Es tan bella la liturgia
de este día que basta dejarse llevar por ella para acceder al mensaje del
misterio que celebramos.
La primera lectura está tomada del
profeta Isaías: el tercer canto del siervo, que tanto nos impresiona en la
liturgia del misterio pascual. Habla del discípulo que recibe la palabra para
poder consolar al que está agobiado, y que esa palabra que él ha recibido al
abrir de verdad el oído del corazón le va a poner frente a unos enemigos que le
golpean, le tiran de la barba, le ofenden, escupen… Este canto presenta al
siervo sufriente como el oyente de la Palabra, el que escucha atentamente la
voluntad de Dios. ¡Qué bonito canto! ¡Y qué profético! ¡Cómo encierra en unos
versos prácticamente toda la historia de la salvación!
Esta lectura, que apunta al sufrimiento,
viene respondida por el salmo 21 (22): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Es un salmo muy especial, en primer lugar, por el contenido: el
siervo, el hombre justo, que está en una situación de sufrimiento en el límite
y que, sin embargo, continúa fiel a Dios. Pero, sobre todo, es importante para
nosotros este salmo porque lo rezó Jesús en la cruz: es la oración que
conservamos de Él. Es cierto que el Evangelio solo cita la primera frase («Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»: Mc 15, 34; Mt 27, 46), y que
incluso algunos –quedándose en estas palabras– han interpretado el grito de
Jesús como cercano a la desesperación, como si en ese momento hubiera acogido
en su alma todo el sufrimiento del condenado para pagar por él. Aunque puede
haber parte de esto: de solidaridad con el hombre que está en el borde de la
esperanza, la lectura completa del salmo nos indica otra cosa: es un salmo de
esperanza en el límite del sufrimiento. Después de narrar una situación
imposible, insufrible, se abre a la esperanzay grita su confianza en Dios:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
En el Evangelio encontramos la lectura
de la Pasión. Es la primera vez que se lee la Pasión completa en estos días. Es
una lectura para meditar durante muchas horas. Hay tantos detalles en este
amplio relato de la Pasión de Jesús: la Cena, la traición, Pedro, el juicio
religioso y civil… Nosotros nos centraremos en ese grito de Jesús: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y nos fijaremos en el grado de soledad,
de abandono, de tristeza.
La cruz tiene mucho contenido. Y una de
sus grandes dimensiones es la soledad, la no compañía: ni de Dios ni de los
hombres. La soledad en el corazón de Jesús es tremenda. Sus discípulos le han
abandonado: uno le ha traicionado, otro le ha negado… Jesús desciende a los
infiernos de la soledad, del abandono, de la miseria. Su cruz es un descenso a
la tristeza, a las burlas de lo más profundo que Él había mostrado al hombre.
La cruz es un gran signo del exilio de Dios: Dios es el gran exiliado por amor
al hombre. El hombre expulsado del «paraíso» –porque él se ha expulsado– va a
tener ahora una compañía: la compañía de Dios que se expulsa del «paraíso» por
amor y con amor.
¡Qué mejor súplica a Dios para estos
días que pedirle que introduzca en nuestros corazones los sentimientos de su
Hijo en la cruz, como la carta de san Pablo a los filipenses! ¡Sería un regalo
tan hermoso! Que el Señor nos conceda los sentimientos de Cristo, que penetren
en nuestro corazón, que se hagan carne de nuestra carne, que suframos con Él y
en Él, que sintamos en sus sentimientos. ¡Qué Semana Santa sería más distinta!
¡Y qué vivencia del misterio pascual tan hermosa! Solo entonces el Señor nos
hará comprender el sentido tan profundo de aquello que miramos y contemplamos:
la cruz.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel tiempo, Pilato le preguntó:
«¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le responde: «Tú lo dices». Pilato dijo a
los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
[…] Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que
era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por
aquellos días, se lo remitió. […] Herodes, con sus soldados, lo trató con
desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo
remitió a Pilato. […] Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los
magistrados y al pueblo, les dijo: «Me habéis traído a este hombre como
agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y
no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero
tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno
de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Ellos vociferaron en
masa: «¡Quita de enmedio a ese! Suéltanos a Barrabás». […] Pilato volvió a
dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
«¡Crucifícalo, crucifícalo!». […] Pilato entonces sentenció que se realizara lo
que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por
revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad. Mientras lo
conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y
le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran
gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos
por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis
por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días
en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado
a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los
montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”; porque, si esto
hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?». Conducían también a otros
dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y cuando llegaron al lugar llamado
La Calavera, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y
otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suertes. […] Se burlaban
de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima
de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores
crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo
y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni
siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo
estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en
cambio, este no ha hecho nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues
a tu Reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el
paraíso». Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la
tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se
rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo
mi espíritu». Y, dicho esto, expiró.
Lucas 23, 1-49