«No nos cansemos de hacer el bien,
porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por
tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6, 9-10a)
Queridos
hermanos y hermanas:
La Cuaresma
es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos
conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado. Para nuestro camino
cuaresmal de 2022 nos hará bien reflexionar sobre la exhortación de san Pablo a
los gálatas: «No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos,
cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la
oportunidad (kairós), hagamos el bien a todos» (Ga 6, 9-10a).
1. Siembra y
cosecha
En este
pasaje el Apóstol evoca la imagen de la siembra y la cosecha, que a Jesús tanto
le gustaba (cf. Mt 13). San Pablo nos habla de un kairós, un tiempo
propicio para sembrar el bien con vistas a la cosecha. ¿Qué es para nosotros
este tiempo favorable? Ciertamente, la Cuaresma es un tiempo favorable, pero
también lo es toda nuestra existencia terrena, de la cual la Cuaresma es de
alguna manera una imagen.[1] Con demasiada frecuencia prevalecen en nuestra
vida la avidez y la soberbia, el deseo de tener, de acumular y de consumir,
como muestra la parábola evangélica del hombre necio, que consideraba que su
vida era segura y feliz porque había acumulado una gran cosecha en sus graneros
(cf. Lc 12, 16-21). La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de
mentalidad, para que la verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto
en el poseer cuanto en el dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar
el bien y compartir.
El primer
agricultor es Dios mismo, que generosamente «sigue derramando en la humanidad
semillas de bien» (Carta enc. Fratelli tutti, 54). Durante la
Cuaresma estamos llamados a responder al don de Dios acogiendo su Palabra «viva
y eficaz» (Hb 4, 12). La escucha asidua de la Palabra de Dios nos hace madurar
una docilidad que nos dispone a acoger su obra en nosotros (cf. St 1, 21), que
hace fecunda nuestra vida. Si esto ya es un motivo de alegría, aún más grande
es la llamada a ser «colaboradores de Dios» (1 Co 3, 9), utilizando bien el
tiempo presente (cf. Ef 5, 16) para sembrar también nosotros obrando el bien. Esta
llamada a sembrar el bien no tenemos que verla como un peso, sino como una
gracia con la que el Creador quiere que estemos activamente unidos a su
magnanimidad fecunda.
¿Y la
cosecha? ¿Acaso la siembra no se hace toda con vistas a la cosecha? Claro que sí.
El vínculo estrecho entre la siembra y la cosecha lo corrobora el propio san
Pablo cuando afirma: «A sembrador mezquino, cosecha mezquina; a sembrador
generoso, cosecha generosa» (2 Co 9, 6). Pero, ¿de qué cosecha se trata? Un
primer fruto del bien que sembramos lo tenemos en nosotros mismos y en nuestras
relaciones cotidianas, incluso en los más pequeños gestos de bondad. En Dios no
se pierde ningún acto de amor, por más pequeño que sea, no se pierde ningún
«cansancio generoso» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279). Al
igual que el árbol se conoce por sus frutos (cf. Mt 7, 16.20), una vida llena
de obras buenas es luminosa (cf. Mt 5, 14-16) y lleva el perfume de Cristo al
mundo (cf. 2 Co 2, 15). Servir a Dios, liberados del pecado, hace madurar
frutos de santificación para la salvación de todos (cf. Rm 6, 22).
En realidad,
sólo vemos una pequeña parte del fruto de lo que sembramos, ya que según el
proverbio evangélico «uno siembra y otro cosecha» (Jn 4, 37). Precisamente
sembrando para el bien de los demás participamos en la magnanimidad de Dios:
«Una gran nobleza es ser capaz de desatar procesos cuyos frutos serán recogidos
por otros, con la esperanza puesta en las fuerzas secretas del bien que se
siembra» (Carta enc. Fratelli tutti, 196). Sembrar el bien para los
demás nos libera de las estrechas lógicas del beneficio personal y da a
nuestras acciones el amplio alcance de la gratuidad, introduciéndonos en el
maravilloso horizonte de los benévolos designios de Dios.
La Palabra de
Dios ensancha y eleva aún más nuestra mirada, nos anuncia que la siega más
verdadera es la escatológica, la del último día, el día sin ocaso. El fruto
completo de nuestra vida y nuestras acciones es el «fruto para la vida eterna»
(Jn 4, 36), que será nuestro «tesoro en el cielo» (Lc 18, 22; cf. 12, 33). El
propio Jesús usa la imagen de la semilla que muere al caer en la tierra y que
da fruto para expresar el misterio de su muerte y resurrección (cf. Jn 12, 24);
y san Pablo la retoma para hablar de la resurrección de nuestro cuerpo: «Se
siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra lo deshonroso y
resucita glorioso; se siembra lo débil y resucita lleno de fortaleza; en fin,
se siembra un cuerpo material y resucita un cuerpo espiritual» (1 Co 15,
42-44). Esta esperanza es la gran luz que Cristo resucitado trae al mundo: «Si
lo que esperamos de Cristo se reduce sólo a esta vida, somos los más
desdichados de todos los seres humanos. Lo cierto es que Cristo ha resucitado
de entre los muertos como fruto primero de los que murieron» (1 Co 15, 19-20),
para que aquellos que están íntimamente unidos a Él en el amor, en una muerte
como la suya (cf. Rm 6, 5), estemos también unidos a su resurrección para la
vida eterna (cf. Jn 5, 29). «Entonces los justos brillarán como el sol en el
Reino de su Padre» (Mt 13, 43).
2. «No nos
cansemos de hacer el bien»
La
resurrección de Cristo anima las esperanzas terrenas con la «gran esperanza» de
la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la semilla de la salvación
(cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 3; 7). Frente a la amarga
desilusión por tantos sueños rotos, frente a la preocupación por los retos que
nos conciernen, frente al desaliento por la pobreza de nuestros medios, tenemos
la tentación de encerrarnos en el propio egoísmo individualista y refugiarnos
en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Efectivamente, incluso los
mejores recursos son limitados, «los jóvenes se cansan y se fatigan, los
muchachos tropiezan y caen» (Is 40, 30). Sin embargo, Dios «da fuerzas a quien
está cansado, acrecienta el vigor del que está exhausto. […] Los que esperan en
el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan como las águilas; corren y no se fatigan,
caminan y no se cansan» (Is 40, 29.31). La Cuaresma nos llama a poner nuestra
fe y nuestra esperanza en el Señor (cf. 1 P 1, 21),
porque sólo
con los ojos fijos en Cristo resucitado (cf. Hb 12, 2) podemos acoger la
exhortación del Apóstol: «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6, 9).
No nos
cansemos de orar. Jesús nos ha enseñado que es necesario «orar siempre sin desanimarse»
(Lc 18, 1). Necesitamos orar porque necesitamos a Dios. Pensar que nos bastamos
a nosotros mismos es una ilusión peligrosa. Con la pandemia hemos palpado
nuestra fragilidad personal y social. Que la Cuaresma nos permita ahora
experimentar el consuelo de la fe en Dios, sin el cual no podemos tener
estabilidad (cf. Is 7, 9). Nadie se salva solo, porque estamos todos en la
misma barca en medio de las tempestades de la historia;[2] pero, sobre todo,
nadie se salva sin Dios, porque sólo el misterio pascual de Jesucristo nos
concede vencer las oscuras aguas de la muerte. La fe no nos exime de las
tribulaciones de la vida, pero nos permite atravesarlas unidos a Dios en
Cristo, con la gran esperanza que no defrauda y cuya prenda es el amor que Dios
ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5,
1-5).
No nos
cansemos de extirpar el mal de nuestra vida. Que el ayuno corporal que la Iglesia
nos pide en Cuaresma fortalezca nuestro espíritu para la lucha contra el
pecado. No nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la
Penitencia y la Reconciliación, sabiendo que Dios nunca se cansa de
perdonar.[3] No nos cansemos de luchar contra la concupiscencia,
esa fragilidad que nos impulsa hacia el egoísmo y a toda clase de mal, y que a
lo largo de los siglos ha encontrado modos distintos para hundir al hombre en
el pecado (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 166). Uno de estos modos
es el riesgo de dependencia de los medios de comunicación digitales, que
empobrece las relaciones humanas. La Cuaresma es un tiempo propicio para
contrarrestar estas insidias y cultivar, en cambio, una comunicación humana más
integral (cf. ibíd. 43) hecha de «encuentros reales» (ibíd.
50), cara a cara.
No nos
cansemos de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo. Durante
esta Cuaresma practiquemos la limosna, dando con alegría (cf. 2 Co 9, 7). Dios,
«quien provee semilla al sembrador y pan para comer» (2 Co 9, 10), nos
proporciona a cada uno no sólo lo que necesitamos para subsistir, sino también
para que podamos ser generosos en el hacer el bien a los demás. Si es verdad
que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el bien, aprovechemos
especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, para hacernos
prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están heridos en el camino de la
vida (cf. Lc 10, 25-37). La Cuaresma es un tiempo propicio para buscar –y no
evitar– a quien está necesitado; para llamar –y no ignorar– a quien desea ser
escuchado y recibir una buena palabra; para visitar –y no abandonar– a quien
sufre la soledad. Pongamos en práctica el llamado a hacer el bien a
todos, tomándonos tiempo para amar a los más pequeños e indefensos, a los
abandonados y despreciados, a quienes son discriminados y marginados (cf. Carta
enc. Fratelli tutti, 193).
3. «Si no
desfallecemos, a su tiempo cosecharemos»
La Cuaresma
nos recuerda cada año que «el bien, como también el amor, la justicia y la
solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados
cada día» (ibíd. 11). Por tanto, pidamos a Dios la paciente constancia
del agricultor (cf. St 5, 7) para no desistir en hacer el bien, un paso tras
otro. Quien caiga tienda la mano al Padre, que siempre nos vuelve a levantar.
Quien se encuentre perdido, engañado por las seducciones del maligno, que no
tarde en volver a Él, que «es rico en perdón» (Is 55, 7). En este tiempo de
conversión, apoyándonos en la gracia de Dios y en la comunión de la Iglesia, no
nos cansemos de sembrar el bien. El ayuno prepara el terreno, la oración riega,
la caridad fecunda. Tenemos la certeza en la fe de que «si no desfallecemos, a
su tiempo cosecharemos» y de que, con el don de la perseverancia, alcanzaremos
los bienes prometidos (cf. Hb 10, 36) para nuestra salvación y la de los demás
(cf. 1 Tm 4, 16). Practicando el amor fraterno con todos nos unimos a Cristo,
que dio su vida por nosotros (cf. 2 Co 5, 14-15), y empezamos a saborear la
alegría del Reino de los cielos, cuando Dios será «todo en todos» (1 Co 15,
28).
Que la Virgen
María, en cuyo seno brotó el Salvador y que «conservaba todas estas cosas y las
meditaba en su corazón» (Lc 2, 19) nos obtenga el don de la paciencia y permanezca
a nuestro lado con su presencia maternal, para que este tiempo de conversión dé
frutos de salvación eterna.
Roma, San
Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2021, Memoria de san Martín de Tours,
obispo.
Francisco
Notas
[1] Cf. S. Agustín, Sermo,
243, 9, 8; 270, 3; Enarrationes in Psalmos, 110, 1.
[2] Cf. Momento extraordinario
de oración en tiempos de epidemia (27 de marzo de 2020).
[3] Cf. Ángelus del 17
de marzo de 2013.