Fuente: ALFA Y OMEGA
III
Domingo de Cuaresma (ciclo C)
La
llamada a la conversión
En este tercer domingo de Cuaresma se nos invita a volver a Dios con todo nuestro
corazón, mente y fuerzas. El Evangelio presenta la escena de algunas personas que se
acercan a Jesús, y le hablan de un hecho ocurrido en el templo donde Pilato
había mezclado la sangre de unos galileos (probablemente zelotes) con la sangre
de los sacrificios. Según la mentalidad religiosa de la época, sucesos como
este indicaban un signo del castigo de Dios por el pecado, de tal manera que un
evento trágico se convertía en ocasión de juicio sobre las víctimas. Jesús, en
cambio, lee este acontecimiento desde el punto de vista de una invitación a la
conversión. Recuerda otro grave accidente, el derrumbe de la torre de Siloé que
había causado la muerte de 18 personas, y dice: «Si no os convertís, todos pereceréis
de la misma manera» (cf. Lc 13, 5).
Jesús está invitando a no mirar si los
demás eran o no culpables, sino a preguntarse por ellos mismos, porque cada uno
es pecador y merece cualquier tipo de desastre. Todos necesitamos del
arrepentimiento y del perdón.
Para reforzar la invitación a la
conversión, Jesús narra la parábola de la higuera estéril de la que todos
comprendemos que no corresponde al hombre juzgar sobre la fecundidad o
esterilidad de alguien, y menos aún erradicar o excluir a los que se consideren
inútiles desde nuestra pobre y corta visión. Notamos, por tanto, que la
parábola contrapone la dureza del juicio humano al sacrificio del amor (como
trabajo, como compromiso, haciendo siempre todo lo posible). De este modo,
Jesús presenta la compasión y la paciencia de Dios incluso ante las situaciones
más desesperadas, y deja el juicio solo a Dios, porque Él es quien
conoce profundamente nuestro corazón.
El Evangelio de este
domingo es una invitación a tener cuidado para que en nosotros no se frustre el
plan divino, para que no estropeemos lo que Dios nos tiene preparado. Hay
tiempo, y la vida es un proceso. Pero hay siempre necesidad de conversión
personal. No miremos tanto el pecado de los demás, aunque sea muy notorio y
escandaloso. Mirémonos cada uno de nosotros a nosotros mismos.
Jesús plantea de este modo la
conversión. Es la llamada típica de la Cuaresma. ¡Qué gracia tan grande el que
Dios nos ilumine para que podamos ver sin desesperación y sin odio hacia
nosotros mismos, sin desprecio, el pecado que hay en nosotros! El pecado
personal oculto porque tal vez la costumbre lo diluye. El pecado de complicidad
por nuestros silencios y cobardías ante tantas injusticias. El pecado de no
haber mirado el rostro de nuestro prójimo para descubrir su necesidad y su
debilidad.
Sí, somos pecadores. Y lo somos de
verdad, no en general. Debemos especificar, concretar, dar nombre a nuestro
pecado, si queremos que Dios ponga su mano redentora en ese pecado. Pero muchas
veces no nos atrevemos, miramos hacia otro lado, y entonces descubrimos con
mucha facilidad el pecado ajeno. Pero, ¿y mi pecado? ¿Y mi relación con Dios?
¿Y mi historia personal? Si yo hubiera sido fiel, si yo hubiera recibido el
amor de Dios y hubiera respondido de verdad, ¿cómo sería hoy? ¿Qué grado de
santidad tendría? ¿Por qué no nos lo preguntamos? ¿Por qué no nos damos cuenta
–sin desesperanza– de que hemos desaprovechado muchas oportunidades de
santidad, ofendiendo a Dios tantas veces, casi sin querer enterarnos de lo que
hacíamos? ¿Cómo han sido nuestros sentimientos hacia Dios? ¿Y hacia los demás?
¿Qué decepciones y rencores guardamos todavía en el corazón sin que acaben de
cicatrizar? ¿Qué posición tenemos en la familia: de servicio, de cariño, de
perdón, de humildad…? ¿Cómo utilizamos nuestras palabras, nuestros comentarios?
¿Qué hablamos de los demás? ¿Cómo administramos nuestros bienes? Tantas y
tantas preguntas…
Pero miremos al Señor, pidámosle la
gracia de la conversión. Cuando buscamos a Dios en la oración, lo miramos cara
a cara y recibimos su Palabra, encontramos una valoración muy honda y
trascendente que nos empuja a solidarizarnos con los oprimidos, a rectificar
nuestros sentimientos, a amar a todos, a luchar contra la injusticia, pero
desde el amor a la persona y no desde el odio a un sector de la sociedad. La
presencia de Dios en mi vida, el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón,
nos abre a la verdad y nos empuja a la conversión. Desde ahí descubrimos el
rostro del Señor, la Palabra nos presenta a un Jesús vivo, y la Eucaristía nos
hace alimentarnos de Él. Es entonces cuando empezamos a descubrir que hasta
cuando nuestra conciencia no nos acusa estamos muy lejos de la santidad divina.
Pero no nos desesperemos, no nos odiemos a nosotros mismos, no nos
despreciemos. Tratémonos con cariño, veamos nuestras heridas y vayamos al Señor
para que nos cure.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel momento se presentaron algunos
a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la
de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos
eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os
digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos 18
sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más
culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os
convertís, todos pereceréis de la misma manera». Y les dijo esta parábola: «Uno
tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo
encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar
fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el
terreno?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año y mientras
tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante.
Si no, la puedes cortar”».
Lucas 13, 1-9