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Foto: N.H.D. Ernesto Romero |
El pueblo estaba a la espera y preguntaban quién sería el Cristo. Primero a Juan y luego a Jesús directamente: “¿eres tú?”
¿Qué está esperando
el mundo, en España, en Jerez?
El mismo
Jesús planteó a los apóstoles semejante
interrogatorio. Y ¿quién digo yo que es el Señor, si es que lo digo?
La fe en
Jesús no es nuestra, pues somos responsables de la fe que hemos recibido de
Dios , de nuestros padres, catequistas, Hermandad…
Si no hay
confianza en el Señor no hay tampoco lenguaje del corazón, es decir, oración,
¿y qué hay entonces? Una fe sin esperanza.
La esperanza
nos aparece como algo pequeño, muy delicado y de color verde, como la hierba del
campo. Se cultiva en el corazón como se cultiva el amor. Como un chispazo que
puede convertirse en una hoguera inmensa.
Si hay obras,
hay esperanza. La fe y la esperanza necesitan de la caridad.
Los sentidos
interiores quedaron dañados con el pecado original. El enemigo de Dios, el
diablo, te siembra la duda…y te engaña.
Pero la
Palabra de Dios se cumple. Lo vemos en el ejemplo de Abrahám. Y a una muchacha
de ese Pueblo de Israel le propuso que fuese Madre de su Hijo.
Cristo, por amor
a nosotros se rebajó hasta hacerse uno más. El amor vence al odio, y la
resurrección a la muerte.
El Señor
realiza con los profetas lo que necesitan para tener valentía. Y el ángel le
revela a San José la importante misión que le espera: ser en la Tierra padre
del Mesías.
San Pablo nos
dice que Jesús es nuestra esperanza. De ahí que la Santísima Virgen María sea
la Madre de la Esperanza, como la
invocamos en la nueva invocación letánica.
Esperanza
aquí, pero especialmente en el más allá, en el cielo, a nuestra vida después de
la muerte.