VII Domingo del Tiempo
Ordinario (ciclo A)
La llamada a un amor radical
A medida que avanzamos en la escucha del sermón de la
montaña, las propuestas del Señor concretan la novedad de la enseñanza de Jesús
frente a la legislación judía, presente en el Antiguo Testamento. Continuamos,
pues, con el análisis de los principales preceptos de la ley de Moisés,
formulados en el esquema «se dijo […] pero yo os digo». Se trata de una al
principio aparente oposición que a la postre supone el verdadero cumplimiento de
la voluntad de Dios, asociado a la persona de Jesucristo, que es quien nos
revela plenamente los designios divinos. El tema principal del próximo domingo
será una llamada: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto»,
una variante del veterotestamentario «sed santos, porque yo, el Señor, vuestro
Dios, soy santo». Así pues, Dios Padre es la referencia por antonomasia de esa
santidad y esa perfección. Y la voluntad de Jesucristo es hacernos a nosotros
partícipes de la vida divina. Puesto que la santidad y perfección que la Palabra de Dios nos pide
es imposible de alcanzar por nuestras propias fuerzas, la enseñanza del Señor
va a ser una ayuda para vivir más en consonancia con cuanto Dios nos pide. Para
ello se formula un precepto, el amor, que nos invita a vivir de modo radical,
sin límites.
«Rezad por los que os persiguen»
Cuando escuchamos del Señor la prescripción «amad a
vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen», podemos pensar que, tomada
esta orden al pie de la letra, estamos ante algo realmente imposible. Y es
aquí, precisamente, donde vamos a descubrir la novedad que nos trae Jesús con
respecto a la enseñanza del libro del Levítico, el texto que escuchamos este
domingo como primera lectura y que nos presenta el mandato de «amarás a tu
prójimo como a ti mismo». Aunque se trata de un precepto loable, en su propia
formulación tiene un límite, que nos lo hace ver el Evangelio. No se habla de
los enemigos. Es más, la interpretación corriente del mandato de Moisés era
«amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo», conforme el mismo Jesús nos
recuerda. Por el contrario, el Señor viene a levantar nuestras propias barreras
e impulsarnos a superar nuestra propia finitud y limitación. El mandamiento del
amor llevado hasta las últimas consecuencias no consiste simplemente en una
lección más sobre cómo relacionarnos con los demás según la voluntad de Dios.
Al presentar con toda claridad el amor a los enemigos es Jesús el que nos
garantiza que esto es posible, en primer lugar, porque podemos mirar al Padre
celestial «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a
justos e injustos». También el salmo responsorial de este domingo nos recuerda
que «el Señor es compasivo y misericordioso» y que «no nos trata como merecen
nuestros pecados», sino que, al contrario, «siente ternura por los que lo
temen». En segundo término, Jesús mismo nos ha mostrado con su vida que esto es
realizable. Así pues, la nueva ley de Cristo carece de límites, ya que propone
la realidad de un amor infinito. Una de las formas de comprenderlo es a través
del carácter universal de la salvación de Jesucristo. Cuando los israelitas
hablaban de amor al prójimo, no pensaban en alguien extranjero o de otra
religión. Ahora, la enseñanza de Jesucristo, continuada por la de los
apóstoles, está marcada por una clara voluntad de salvación universal, que no
es factible sin un amor universal y sin medida por parte de los cristianos. El
mismo Evangelio señala esta originalidad con respecto al Antiguo Testamento
como algo extraordinario, ya que lo corriente es lo que hace cualquier persona,
«también los publicanos», quienes, como sabemos, eran pecadores públicos. Por
lo tanto, si se cumple cuanto el Señor nos propone, no solo se supera el
clásico «ojo por ojo», sino que se responde con la vida al amor inmenso que
Dios ha tenido con nosotros, enviándonos a su Hijo y haciéndonos capaces de
participar en la misma vida divina.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído
que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis
frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla
derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la
túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla,
acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo
rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo
y aborrecerás a tu enemigo”. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, y rezad
por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que
hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo
también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
Mateo 5, 38-48