Falleció esta mañana a los 86 años de edad. Las exequias por su eterno descanso tendrán lugar mañana viernes a las 11,30 horas en el Tanatorio de Jerez.
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Falleció esta mañana a los 86 años de edad. Las exequias por su eterno descanso tendrán lugar mañana viernes a las 11,30 horas en el Tanatorio de Jerez.
Fuente: ALFA Y OMEGA
Festividad
de la Sagrada Familia (ciclo B)
Los
padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén
Hace algo más de un siglo que el Papa León XIII
instituyó la fiesta de la Sagrada Familia, con la finalidad de que los
creyentes pudiéramos contemplar un modelo evangélico de vida, al mismo tiempo
que encomendarnos a su protección. Si la veneración a los santos, centrada
durante los primeros siglos en los mártires, ha servido siempre para ser
conscientes de que es posible vivir de cara a Dios, la meditación en torno a la
familia de Nazaret sitúa la familia como el paradigma de la santidad vivida con
la ayuda de otros. Aunque solo Mateo y Lucas abordan en su Evangelio los
episodios de la infancia del Señor, su testimonio es de gran valor para
percibir, por un lado, que Jesús es verdaderamente hombre: como el resto de
humanos ha tomado carne y nacido de una mujer, conforme lo expresa san Juan con
la expresión «y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Por otro lado,
descubrimos que Dios ha querido que su Hijo naciera en el seno de una familia,
cuidado por la Virgen María y san José.
Sometido a la
ley
El pasaje evangélico de este domingo da cuenta de
que los padres de Jesús lo llevan a Jerusalén para presentarlo al Señor,
insistiendo en que con ello se cumplía tanto la ley de Moisés como la ley del
Señor. Una vez mostrado que Jesús es verdaderamente hombre, con un origen
concreto en una familia, el evangelista ha querido destacar que el Señor estará
sometido a los principios y costumbres del pueblo en el que ha nacido. Sin
embargo, más allá de indicarnos el cumplimiento de unos preceptos religiosos o
civiles, se está poniendo de relieve que con Jesucristo se está dando plenitud
a la ley de Moisés, incluso desde los momentos iniciales de su vida encarnada.
El que años más tarde se situará con una autoridad superior a la de Moisés,
como Hijo de Dios, se va a presentar ante la humanidad ya como quien da pleno
cumplimiento en su persona a lo que ha sido anunciado desde siglos. De hecho,
si nos fijamos detenidamente, junto a la palabra «ley», «cumplimiento» es otro
de los términos más destacados en este texto.
La bendición
de Simeón y Ana
Precisamente, para significar el cumplimiento de
las promesas y de la antigua alianza, encontramos en el Evangelio a dos personajes,
el anciano Simeón y la profetisa Ana, que reflejan al grupo de israelitas
justos que aguardaban desde hacía siglos este momento. La reacción al
encontrarse con el niño Jesús es la de quien experimenta que ha llegado la
plenitud de los tiempos, como expresa de modo particular el cántico de Simeón.
Dios no solamente nos ha visitado, sino que además lo hemos podido ver, puesto
que la gloria de Dios se nos revela en su Hijo. Además, las fórmulas
«presentado ante todos los pueblos» y «luz para alumbrar a las naciones»
indican ya el futuro, no solo del Niño, sino también de la Iglesia como nuevo
Israel, cuya misión será la de extender hasta los confines del orbe la Buena
Noticia que ahora se empieza a cumplir. La actitud de ambos personajes, bien
entrados en años, testimonia, pues, que las promesas del Señor se cumplen
siempre, a pesar de que humanamente tantas veces no haya motivo para la
esperanza. A menudo quisiéramos que Dios actuara según nuestro reloj y tenemos
el riesgo de caer en la tentación de la desesperanza. Sin embargo, Simeón y Ana
nos enseñan que quien ha puesto durante años su corazón en el Señor nunca ve
defraudadas sus expectativas. En este sentido, también la presentación de Jesús
como «signo de contradicción» y la predicción a María de que «una espada te
traspasará el alma» es una advertencia a todos los creyentes de que ni María ni
los primeros discípulos del Señor se vieron privados de pruebas y
contrariedades a la hora de adherirse a Jesucristo.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
Cuando se cumplieron los días de su purificación,
según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de
acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será
consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor:
«un par de tórtolas o dos pichones». Había entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y
el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo
que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el
Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para
cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo
a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse
en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante
todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo
Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del Niño.
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y
a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto
los pensamientos de muchos corazones». Había también una profetisa, Ana, hija
de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido
siete años casada, y luego viuda hasta los 84; no se apartaba del templo,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel
momento, alababa también a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban
la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley
del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño, por su
parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios
estaba con Él.
Lucas 2, 22-40
Fuente: ALFA Y OMEGA
IV
Domingo de Adviento (ciclo B)
La
alegría de la espera
Tras dos semanas en las que el personaje que
cobraba mayor protagonismo era Juan Bautista, nos encontramos ante el cuarto
domingo de Adviento, el domingo mariano por excelencia, en el que el Evangelio
propuesto es el relato de la anunciación del Señor. Si anteriormente hemos
insistido en que la importancia de Juan radicaba en la preparación de la
llegada del Salvador, ahora percibimos de un modo más nítido cómo María
colaborará de modo más profundo. Su misión no será la de indicar dónde está el
Hijo de Dios y Salvador de la humanidad, sino nada menos que llevarlo en sus
entrañas. Sabemos, por otra parte, que esta elección por parte de Dios había
sido preparada años antes, ya en su Inmaculada Concepción, como conmemorábamos
hace pocos días. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» son las
primeras palabras que María escucha del ángel Gabriel. El primer mensaje, pues,
es de profunda alegría. Con ello se nos está indicando que la realidad
inaugurada con la encarnación del Señor nos ofrece una verdadera buena noticia,
que conforma el significado etimológico de la palabra Evangelio. La irrupción
de Dios en la historia es la mejor noticia que jamás el hombre ha podido soñar.
Sabemos que el término original que se esconde bajo la expresión «alégrate»
encierra algo mucho más profundo que una alegría efímera o mundana. Se trata de
un vocablo griego que expresa un gran regocijo, capaz incluso de poner en movimiento
el cuerpo. Por otra parte, la llamada al gozo había sido escuchada siglos
antes, de boca del profeta Sofonías, cuando reconocía a Israel como hija de
Sion, morada de Dios. Ahora será María el verdadero templo en el que habitará
el Señor. Con todo, reduciríamos la hondura del relato si vinculáramos la
invitación al júbilo estrictamente a la encarnación o al nacimiento de Jesús.
Cuando el pasaje de la anunciación, uno de los textos fundamentales de la
Escritura, que prácticamente abre el Evangelio de Lucas, adopta un término tan
expresivo como el de «alégrate», se están poniendo de relieve dos realidades.
La primera es que esa alegría implicará desde ahora toda la vida de María. Se
trata de una fórmula que habrá de recordar a lo largo de sus días, en particular
en los episodios de mayor prueba y sufrimiento, como cuando vemos a la Madre de
Dios junto a la cruz. La segunda es que el mensaje de exultación pronunciado
por el ángel tiene como destinataria a toda la Iglesia, a la que se le anuncia
la salvación definitiva, culminada con la muerte y la resurrección del Señor y
que ahora se inicia.
«No temas»
Del mismo
modo que la llamada a la alegría va más allá de María y tiene por destinatarios
a quienes a lo largo de la historia la hemos escuchado, el «no temas» supone un
estímulo a la confianza plena en la acción de Dios para todos nosotros, puesto
que María es figura de lo que la Iglesia está llamada a ser. Sabemos que,
especialmente en los momentos de persecución de la primitiva Iglesia, los
cristianos mostraron una especial valentía, fruto de la acción del Espíritu
Santo, que les permitió no acobardarse a la hora de anunciar al Camino, la
Verdad y la Vida. El mensaje del ángel a María es, por tanto, la confirmación
de que su vida está en las manos de Dios, de tal manera que se anticipa en ella
la fuerza del Espíritu que años más tarde experimentarían el resto de
creyentes. En nuestros días ha de seguir resonando en nuestro corazón el «no
temas», ya que también el Espíritu Santo se ha posado sobre nosotros a través
de la Confirmación y del resto de sacramentos. En definitiva, es necesario
percibir que la irrupción de Dios en nuestra vida constituye siempre una
noticia de alegría y de confianza. Solo así será posible repetir, como María,
«he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por
Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un
hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El
ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba
qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado
gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás
por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre,
y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no
conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer
será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en
su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios
nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.
Lucas 1, 26-38
Foto: N.H.D. Ernesto Romero |
El pueblo estaba a la espera y preguntaban quién sería el Cristo. Primero a Juan y luego a Jesús directamente: “¿eres tú?”
¿Qué está esperando
el mundo, en España, en Jerez?
El mismo
Jesús planteó a los apóstoles semejante
interrogatorio. Y ¿quién digo yo que es el Señor, si es que lo digo?
La fe en
Jesús no es nuestra, pues somos responsables de la fe que hemos recibido de
Dios , de nuestros padres, catequistas, Hermandad…
Si no hay
confianza en el Señor no hay tampoco lenguaje del corazón, es decir, oración,
¿y qué hay entonces? Una fe sin esperanza.
La esperanza
nos aparece como algo pequeño, muy delicado y de color verde, como la hierba del
campo. Se cultiva en el corazón como se cultiva el amor. Como un chispazo que
puede convertirse en una hoguera inmensa.
Si hay obras,
hay esperanza. La fe y la esperanza necesitan de la caridad.
Los sentidos
interiores quedaron dañados con el pecado original. El enemigo de Dios, el
diablo, te siembra la duda…y te engaña.
Pero la
Palabra de Dios se cumple. Lo vemos en el ejemplo de Abrahám. Y a una muchacha
de ese Pueblo de Israel le propuso que fuese Madre de su Hijo.
Cristo, por amor
a nosotros se rebajó hasta hacerse uno más. El amor vence al odio, y la
resurrección a la muerte.
El Señor
realiza con los profetas lo que necesitan para tener valentía. Y el ángel le
revela a San José la importante misión que le espera: ser en la Tierra padre
del Mesías.
San Pablo nos
dice que Jesús es nuestra esperanza. De ahí que la Santísima Virgen María sea
la Madre de la Esperanza, como la
invocamos en la nueva invocación letánica.
Esperanza
aquí, pero especialmente en el más allá, en el cielo, a nuestra vida después de
la muerte.
Foto: N.H.D. Ernesto Romero |
La lectura
del Evangelio de hoy nos da la idea de que Dios se ha encarnado en la Tierra de
una forma sucesiva.
Hoy meditamos
también la nueva invocación de la letanía Consuelo
de los migrantes.
Los migrantes
necesitan papeles; los migrantes necesitan una patria. Es una preocupación
constante en la Sagrada Escritura el tema de los migrantes.
A Abrahám lo
llamó Dios a salir de su tierra. A él, que tenía la doble traba de no tener ni
hijos ni tierra, Dios le da ambas cosas. Y hasta llegar al esplendor del rey
David, distintos descendientes tuvieron que emigrar.
A nosotros
Dios nos dice que tenemos una tierra interior que la tenemos ocupada. Ya San Pablo
decía que a pesar de querer el bien terminaba haciendo el mal…. A eso vino
Jesucristo: a conquistar nuestra tierra, la tierra de nuestra vida.
San José y la
Virgen tuvieron que ir a Belén a empadronarse; como dice el Papa Francisco,
como ahora con el drama de los desplazados internos. Y los tenemos a ellos
junto con el Niño como verdaderos refugiados en la huida a Egipto.
Todos los
Papas desde San Pío X han tenido especiales oraciones por estos colectivos, hasta
llegar a la actualidad con la Jornada
Mundial del migrante y refugiado que se celebra el último domingo de
septiembre. Y las cáritas parroquiales también están acogiendo y ayudando a
familias de refugiados.
María
Santísima de la Esperanza es Consuelo de
los migrantes.
Foto: N.H.D. Ernesto Romero |
En este Triduo
vamos a desarrollar las tres nuevas invocaciones que el Papa Francisco ha
incluido recientemente en las letanías lauretanas.
A la
Santísima Virgen se la invoca como madre, virgen y reina. Hoy trataremos la invocación
Madre de la Misericordia.
“Sed
misericordiosos como vuestro Padre del cielo es misericordioso, que hace salir
el sol sobre malos y buenos, sobre justos e injustos”.
Así también la
Virgen le dijo a Santa Faustina Kowalska: “Soy madre de todos gracias a la
misericordia de Dios”. Por eso es la MADRE DE LA MISERICORDIA.
“¿Eres tú el
que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” manda preguntar Juan a sus
discípulos a Jesús. E Isaías parece responder por Jesús en la primera lectura: “Yo
soy el Señor, y no hay otro”. Nos lo dice el Señor de la Vía-Crucis.
“Por sus
frutos los conoceréis” nos dijo el Señor en otra ocasión. Y los frutos del Señor
son la ternura, la compasión y la misericordia.
Hemos
aprendido en el Catecismo las obras de misericordia, y entre las
espirituales: enseñar al que no sabe,
corregir al que se equivoca, dar buen consejo al que lo necesita, perdonar las
injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y
orar por los vivos y los muertos. Y el Papa pide que se nos repitan a menudo
porque se nos olvidan; también las corporales, no sólo las espirituales:
visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento,
dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a
los difuntos.
Hace cinco
años que el Papa dedicó un año a la misericordia. Y estamos siempre a tiempo de
ponernos al día aunque no lo aprovecháramos. Porque Ntro. P. Jesús de la
Vía-Crucis es la misericordia de Dios y María Stma. de la Esperanza es la Madre de la Misericordia.
Fuente: ALFA Y OMEGA
III
Domingo de Adviento (ciclo B)
Juan
Bautista, testigo de la Luz
Tenemos ante nosotros dos fragmentos del primer
capítulo del Evangelio de san Juan. Es significativo que en los primeros
versículos del prólogo, los términos más típicos son los de testigo y
testimonio. Esto concuerda con que, a lo largo de las páginas siguientes del
cuarto Evangelio, se observe el interés por realizar una especie de defensa
judicial de Jesús. Así pues, desde este punto de vista, el primer testimonio a
favor de la misión y obra del Salvador será el de Juan Bautista. Tras la
llamada a preparar el camino al Señor, que escuchábamos el domingo pasado,
ahora se plantea la pregunta sobre la identidad del precursor en un esquema
narrativo que recuerda a otros interrogatorios que aparecen en el Evangelio,
sobre todo en el contexto de la Pasión de Cristo. Estamos frente a una pregunta
fundamental, puesto que conocer la identidad de alguien desvela también cuál es
la misión de esa persona. A lo largo del Antiguo Testamento varios habían sido
los profetas anunciados que debían preceder la llegada del Mesías. Uno de ellos
era Elías, el gran profeta de la Antigüedad. En el libro de Malaquías se
afirmaba: «Mirad, os envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del
Señor, día grande y terrible» (Mal 3, 23). El otro gran profeta esperado es
Moisés. De hecho, al final del libro del Deuteronomio se señalaba que «no
surgió en Israel otro profeta como Moisés». Por eso tiene sentido que al
encontrarse con un nuevo profeta pensaran que podía tratarse de Elías o Moisés.
Sin embargo, la respuesta de Juan Bautista constatará, por una parte, que posee
una identidad concreta e independiente de los antiguos profetas; por otra
parte, se presentará en una actitud de voz y testigo de quien ha de llegar. La
autopresentación de Juan Bautista como «la voz que grita en el desierto:
“Allanad el camino del Señor”» supone una apertura hacia el Señor que ha de
venir como salvador, así como situar su figura en función del que ha de venir.
La comprensión que Juan tiene sobre sí mismo ayuda bastante a entender cuál
debe ser la actitud del cristiano sobre sí mismo. La confesión: «Yo no soy el
Mesías», unida a la constatación de la superioridad de quien viene detrás de él
en el tiempo, manifiesta la conciencia de no ser salvador, sino de testimoniar
y esperar al Salvador.
No puede
salvarse a sí mismo
Cuando en
este tiempo nos disponemos a esperar a Jesucristo, que ciertamente ha de venir
al final de los tiempos, en el día «grande y terrible» que anuncia Malaquías; y
cuando nos disponemos a conmemorar la primera venida del Mesías, en la humildad
de la carne, puede ser iluminador observar cómo Juan, ante todo, reconoce la
existencia de un salvador y comprende que no puede salvarse a sí mismo. Con
frecuencia podemos sufrir la tentación de pensar que, tanto individual como
colectivamente, es posible alcanzar una felicidad por un esfuerzo o empeño
concreto. Esto lleva consigo a menudo no dejar sitio para que entre el Señor, u
ofrecerle un lugar marginal en nuestra vida, como alguien cuya fe en él
confesamos, pero que en la práctica puede resultar indiferente para nuestro día
a día. Junto con la aparición del Bautista como voz, encontramos su misión como
testigo de la Luz. Durante estos días en muchos lugares de culto se van
encendiendo progresivamente las cuatro velas de la corona de Adviento, que
marcan el carácter progresivo hacia la iluminación completa que procede de
Jesucristo, cuya encarnación y nacimiento nos disponemos a celebrar. Al igual que
la vida del Bautista, la existencia del cristiano debe dedicarse a indicar
dónde está esa Luz que es capaz de iluminar a nuestra sociedad, al mismo tiempo
que tratamos de caminar paulatinamente hacia ella.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba
Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos
creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la
luz. Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde
Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». El
confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces,
qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió:
«No». Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que
nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que
grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta
Isaías». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por
qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». Juan les
respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis,
el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la
sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan
estaba bautizando.
Juan 1, 6-8.19-28