Con motivo de
la reciente edición de este magnífico libro de la Editorial Encuentro ,
rescatamos una entrevista a colación de la misma del semanario Alfa y Omega al
autor, don Fernando García de Cortázar
«Los católicos tenemos complejo de inferioridad ante el
mundo moderno»
Sin mediar «una revolución o un cataclismo externo» no hay
precedentes de un proceso de secularización tan acelerado como el que atraviesa
España. Eso deja a muchos católicos noqueados, sin saber cómo reaccionar,
explica el historiador Fernando García de Cortázar en Católicos en
tiempos de confusión
«Hay momentos de confusión en la historia de los hombres y
de las naciones, y España está atravesando uno de ellos». Esta es la convicción
de Fernando García de Cortázar (Bilbao, 1942). El jesuita e historiador ha
publicado en el último año tres libros con el objetivo confesado de «despertar
las conciencias» ante el peligro de «naufragio de la idea de España y de su
tradición». En 2018 vieron la luz España, entre la rabia y la ideay
el monumental Viaje al corazón de España, cada uno, a su modo, una
respuesta a la impugnación de la nación española por parte del nacionalismo.
Completó unos meses después esta suerte de trilogía Católicos en
tiempos de confusión(Encuentro), que ahora conoce una nueva edición
aumentada con los últimos artículos publicados en Alfa y Omega,
acompañados de reflexiones más amplias. García de Cortázar afronta esa misma
«crisis nacional», solo que desde una perspectiva más netamente religiosa y
moral. La vertiginosa secularización que se ha producido en las últimas décadas
en España –dice– es consecuencia de «un laicismo tan agresivo como tramposo
(porque realmente no es laicismo, solo anticatolicismo) al que los católicos no
hemos sabido responder, debido a nuestros complejos históricos y a nuestra
falta de formación, que han hecho que no sepamos articular una presencia
consistente en el espacio público».
Especialmente desde la época de los gobiernos de Rodríguez
Zapatero asistimos a «una progresiva pérdida del sentido humanista en la
sociedad y a una devaluación de los principios y convicciones», todo lo cual
«se ha acentuado en los duros años de la crisis económica». Se ha producido un
«expolio de referentes culturales y espirituales que nos daban consistencia».
Lo cual –asegura– es un asunto que no solo debería preocupar a los creyentes.
«El anticatolicismo hoy no es tanto un ataque a los dogmas de la Iglesia ; es una ofensiva
contra los valores que determinan nuestra forma de vivir. Bajo este punto de
vista, asistimos a una causa general contra una herencia cultural y moral con
la envergadura de un auto de fe, de un siniestro proceso con una intolerable
intimidación del acusado». Este «libro-manifiesto» –añade– no solo quiere
animar a los católicos a «hacer del cristianismo un pilar fundamental de una
sociedad verdaderamente igualitaria y libre», sino que se dirige a «muchos
españoles no creyentes» que consideran que «no podemos encogernos de hombros
ante el despojo de nuestra civilización».
Con la
Transición se produce un fuerte avance de la secularización,
y sin embargo usted habla de ese período como «el regreso de España a un hilo
moral conductor».
Porque la
Transición es un hito de nuestra historia. Se aprueba la
primera Constitución no impuesta por un partido político. Se entierran las
trincheras, los trágalas… Es verdad que dejó expedientes abiertos como el
nacionalismo catalán, pero en general fuimos capaces de darle a la nación el
único sentido integrador y democrático que podía tener para que todos la
consideraran propia. Lo que nos proporcionó un significado común no fue pensar
todos del mismo modo, sino saber que nuestras ideas tenían la suficiente
firmeza para convivir con las de los otros. Y que ninguno de nuestros
principios valía un solo acto de exclusión, de violencia o de desprecio que
atentara a la dignidad de los principios de los demás. Uno de los consensos
básicos de la Transición
fue la laicidad, que no consistió en burlarse de las creencias ajenas ni en
tratar de expulsarlas del espacio público, sino en la exigencia de neutralidad
ideológica de las instituciones, sin que eso cuestionara la aceptación de un
patrimonio cultural común que nos permitía disponer de sentido de orientación
histórica.
Han vuelto las trincheras. Culpa de modo especial a la
izquierda.
A una parte de la izquierda, adolescente y posmoderna, que
ha hecho bandera del anticlericalismo más anacrónico. Ocurrencias como intentar
convertir la Navidad
en la celebración del solsticio de invierno o del nacimiento de no sé qué diosa
india son cosas que avergüenzan a cualquier persona mínimamente culta. Pablo
Iglesias, el fundador del PSOE, no compartiría las declaraciones estridentes de
algunos dirigentes actuales de su partido, porque él tenía muy claro que la Iglesia no era su enemiga.
Pero lo que más le preocupa, dice, es «el silencio de los
católicos» ante esta ofensiva. ¿En qué sentido?
Me escandaliza el silencio de la Iglesia antes temas como
la ideología de género. El drama del cristianismo de nuestro tiempo no es la
agresión que el descreimiento pueda ejercer, cosa que ya venimos padeciendo
desde el principio de nuestra historia. El problema es la desquiciada conducta
de quienes, atemorizados por las campañas de sus adversarios, han aceptado que
los preceptos morales son un aspecto reservado a la conciencia individual de
cada cual. Tenemos a una mayoría de cristianos dispuestos a despojarse de sus
creencias en cuanto se acaba la
Misa. No hablo de la exigencia –normal y lógica– de que
respetemos las opiniones de los demás, sino de que no podemos aceptar que nos
silencien ante asuntos como el aborto o las desigualdades sociales. Charles
Péguy solía decir: «Esos católicos, ¡si supieran lo que tienen…!». En estos
tiempos en España esto se ha acentuado. No calibramos la propia fuerza de
nuestra fe, posiblemente por un complejo de inferioridad ante el mundo moderno,
debido a un sentimiento de culpa por los errores de la Iglesia , a una intolerable
timidez ante las exigencias de la evangelización...
En solo 20 años, las bodas religiosas han pasado del 80 al
20 % en España. Es un dato que ilustra el avance de la secularización. ¿Qué
precedentes históricos existen en nuestro entorno de una transformación
sociológica tan rápida?
¿Sin algún tipo de revolución o de cataclismo externo? Ninguno.
En ninguna parte se ha vivido a tanta velocidad y con tal profundidad el
agotamiento de referencias religiosas y culturales, la pérdida del sentido
ético en la vida social... Hay que tener en cuenta que España procedía de un
régimen nacional católico, más preocupado por afirmar una religiosidad de
practicantes que de creyentes. Y en el momento en que ya no se impulsa desde el
poder esa practica religiosa, se derrumba. Pero también hemos visto, igual que
en otros países, cómo se ha desplegado una especie de policía del pensamiento.
La sufren también y la propagan los partidos centrales de nuestra democracia. A
diario vemos ejemplos de cómo esta policía del pensamiento impide el debate de
ideas que exigiría una sana democracia. Lo que han tratado de imponer estos
policías del pensamiento es que nada hay verdadero, nada que valga la pena
conservar, que ninguna referencia ética debe considerarse permanente…
¿Ha sido poco hábil la Iglesia poniéndose excesivamente a la defensiva,
en lugar de defender ciertas causas que perfectamente podría haber hecho suyas,
como la igualdad de la mujer?
Sí, y eso ha provocado que otros hayan orientado esas causas
como les ha parecido. Igual que estamos denunciando nosotros una sociedad
líquida, de pensamiento débil, también la Iglesia y su jerarquía sufren parecidas
carencias. Debemos reconocerlo. Es tremenda, por ejemplo, la autocensura. En el
plano teórico, somos grandes defensores de la libertad, pero la realización
concreta de esa libertad en el seno de la Iglesia no es para enorgullecerse. A veces se
manifiestan actitudes autoritarias que parecen poco respetuosas con los
derechos individuales de las personas. Como decía el cardenal Newman, no solo
hay que sufrir por la Iglesia ,
sino que también a la Iglesia
hay que sufrirla.
El argumento acerca de la falta de libertad en la Iglesia es relativamente
frecuente; más novedoso es el de la falta de formación. ¿De verdad están
intelectualmente los obispos y sacerdotes por debajo de la media?
¿Comparados con un físico o un politólogo licenciados en la Universidad Autónoma
de Madrid? Mi maestro el lingüista Lázaro Carreter solía achacarnos a los curas
una cierta responsabilidad en el deterioro de la cultura en España puesto que,
debido a la falta de cargas familiares, estamos en una situación ideal para
escribir, para pensar…, y no lo hacemos. ¿Cuántos curas intelectuales destacan
hoy en el horizonte español? Pocos.
¿Cómo reformaría la formación de los seminaristas?
Insistiendo mucho más en la gran cultura clásica que nos
dieron a nosotros: la historia, el latín, el griego, la gran literatura… La Iglesia tiene que mostrar
una mayor originalidad en la transmisión del mensaje evangélico, tiene que
distanciarse de la liviandad del ambiente. Y hablo también de la escuela
católica. Nuestros alumnos no saben quiénes son Galdós o Juan de Mariana. ¿Es
esta la generación mejor formada de la historia de España? Saben más inglés que
nosotros, dominan la informática…, pero nada más.
¿Tampoco conocen la tradición católica?
Creo que hemos descuidado el estudio de la aportación del
Evangelio a la historia de la humanidad. Que el inicio de nuestra era venga
señalado por el nacimiento de Jesús es mucho más que un recurso
convencional. A partir de entonces todos los hombres, sea cual fuere su condición,
serían hermanos, iguales en valor. Cristo fundó un tiempo nuevo: el tiempo del
hombre libre, el tiempo de la dignidad del individuo. Todas las intuiciones
acerca de la libertad, la razón y la trascendencia que Grecia y Roma habían ido
construyendo se sumaron a una larga tradición de promesa de redención por un
solo Dios omnipotente. Me parece que de esto hablamos hoy muy poco.
Dando un salto histórico, insiste usted mucho en la
reivindicación del Concilio de Trento. ¿Cómo explicárselo hoy a un joven que ha
recibido una lectura negativa y oscurantista sobre Trento?
Debemos luchar contra la mentira de quienes consideran que
la libertad de las sociedades modernas se ha construido como resultado de la
impugnación del cristianismo y de la progresiva pérdida de influencia de la Iglesia católica. Trento
significó un gran esfuerzo por preservar la esencia liberadora del
cristianismo, pero se ha aceptado el mito de una batalla entre el progresismo
protestante y el oscurantismo católico. Incluso el mismo concepto de Contrarreforma
sugiere una actitud reaccionaria que los propios católicos han acabado por
aceptar, con más ignorancia que humildad. Pero fue aquí, en el sur católico de
Europa, donde los frailes de Salamanca proclamaron la ley natural y el libre
albedrío. Cuando por todo el continente se halagaban los oídos reales con
argumentos divinos sobre el poder coronado, el dominico Francisco de Vitoria
viene a fastidiar la fiesta monárquica abriendo el camino al derecho
internacional. Y el jesuita Juan de Mariana defiende la existencia de leyes
nacidas del pueblo que solo pueden modificarse con el consentimiento de la
comunidad. Muchos españoles lo ignoran, pero no hay escuela en el mundo que
pueda compararse por su influencia internacional a la de Salamanca, equiparable
a la Academia
de Platón. El Concilio de Trento fue obra, en gran parte, de esa Escuela de
Salamanca. Diego Laínez [futuro general de los jesuitas] defendió en Trento el
libre albedrío contra los esfuerzos de algunos teólogos por hallar vías
intermedias que evitaran el cisma luterano. Salvó así el sentido original del
mensaje de Cristo, inseparable de la idea de libertad del hombre, recuperada
gracias a su vida, muerte y resurrección.
Ricardo Benjumea