X Domingo del tiempo ordinario (ciclo C)
Compasión
El texto evangélico, proclamado en el Domingo X del tiempo
ordinario, es un relato conmovedor. Habla del profundo dolor del corazón humano
ante el misterio de la muerte y de la entrañable misericordia del corazón de
Cristo con los que sufren.
El evangelista Lucas describe la misión de Jesús en
Galilea. Tras la curación del siervo del centurión en Cafarnaúm, se pone de
camino con sus discípulos y acompañantes hasta llegar a la ciudad de Naín al
final de la jornada. A la entrada de la ciudad, le sorprende un cortejo
fúnebre. No era nada excepcional. Jesús, como predicador itinerante, estaría
habituado ya a presenciar muchos entierros como este. Se encuentran dos
comitivas diferentes: la de Jesús con sus acompañantes, que entran en la
ciudad, hablando de vida; y el cortejo fúnebre que sale de la ciudad como un
séquito de muerte. Es una sugerente imagen que contrapone la Vida y la muerte.
Jesús, en esta ocasión, se siente especialmente conmovido.
Se trata del entierro del hijo único de una madre viuda. Con esa sensibilidad
tan particular que le caracteriza ante todo sufrimiento humano, Jesús percibe
el dramatismo de la escena y el dolor de aquella viuda.
«Se compadeció»
El relato insiste en el gran gentío que acompañaba a
aquella madre viuda. Se trataba de algo excepcional. Es previsible el dolor y
la tristeza extremos de aquella viuda que había perdido a su hijo único. La
gente sintió pena y compasión por aquella mujer y quiso acompañarla en la
triste procesión de despedida de su hijo. Además, no olvidemos que era
preceptivo por las leyes judías sumarse al cortejo fúnebre de música y
plañideras cuando te sorprendía por las calles.
No sabemos mucho más de aquella viuda. Probablemente no
era muy influyente en la ciudad; sin embargo, la muchedumbre de sus convecinos
comprendió su desolación y soledad y quisieron arroparla. El gemido de aquella
mujer provocó la compasión de Cristo. Dice el texto que al verla «se compadeció
de ella» y, delante de todos, le dijo: «No llores». Son palabras de consuelo,
compasión y misericordia de Jesús ante una mujer que sufre. A diferencia de
otros relatos de curación y milagros, el texto no habla de la fe de la viuda,
sino de la compasión de Cristo.
«Levántate»
Hay un gesto de Jesús sumamente atrevido y desconcertante:
«Tocó el féretro». Inmediatamente todos los que iban en el cortejo se pararon.
¿Por qué? Porque, según las leyes judías, Jesús se había contaminado al entrar
en contacto directo con la muerte. Se había convertido en un impuro. Y en medio
del dramático silencio gritó con gran autoridad al muerto: «¡Muchacho, a ti te
lo digo, levántate!». Dice el texto que «el muerto se incorporó y empezó a
hablar». Imagino la perplejidad y el sobresalto de los presentes; pero,
también, el asombro y la alegría de la madre. Y la maravillosa acción culmina
con la entrega del hijo a la madre por parte de Jesús, como signo del mayor
consuelo para tanto dolor.
«Dios ha visitado a su pueblo»
Lucas finaliza el relato describiendo la actitud de los testigos
presenciales: «Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios». Es
comprensible el mencionado temor ante la resurrección de un muerto; y es lógico
también –sobre todo en la mentalidad del evangelista Lucas– que finalice el
relato provocando la alabanza de Dios por la maravilla de este hecho milagroso.
Más aún, el texto añade que la gente no solo se admiró por
la espectacularidad del milagro, sino también por la identidad de quien lo hizo
posible. Estos milagros solo puede hacerlos Dios. Por eso, Jesús no solo es
denominado como «un gran profeta», que ha surgido en Israel; sino que es
reconocido como Dios. En sus obras y palabras, el pueblo de Israel reconoce que
«Dios ha visitado a su pueblo» y continúa obrando sus maravillas en favor de
los hombres, especialmente de los más pobres y necesitados.
Lucas presenta este relato subrayando claramente dos
ideas. Por un lado, que Jesús es Dios, el Hijo de Dios, que tiene autoridad
para hacer obras maravillosas; que se compadece del dolor humano y ama a los
hombres. Y, por otro lado, que es el Señor de la Vida , con poder sobre la
muerte, más aún, que transforma la muerte en vida. Y este es el mensaje final
de este relato evangélico: la última palabra no la tiene el mal, ni el pecado
ni la muerte; la última palabra es de Dios, del bien y de la Vida. Bien claro lo
dijo Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 5,24).
Aurelio García Macías
Congregación para el Culto Divino yla Disciplina
de los Sacramentos
Congregación para el Culto Divino y
Evangelio
En aquel tiempo iba Jesús camino de una ciudad llamada
Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la
puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de
su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: «No llores». Y acercándose
al ataúd, lo toco (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te
lo digo, levántate!». El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó
a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: «Un
gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Este
hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.
Lucas 7, 11-17