XII Domingo del Tiempo ordinario
Un fuerte huracán
La
escena de la barca golpeada por el viento y el oleaje se convirtió desde bien
pronto en una imagen descriptiva de la situación de la Iglesia en la Historia. Por
ejemplo, san Bonifacio, el intrépido evangelizador de Alemania, mártir en el
siglo VIII, exhortaba a los pastores a que no abandonasen a la Iglesia y a que la
gobernasen, porque ella es como una gran nave que navega por el mar de este
mundo batida por las olas de muchas tentaciones.
Es
verdad que hay tiempos y lugares en los que las fuerzas de los elementos
parecen desatarse con más furia contra la nave. Son las épocas de persecuciones
como las sufridas por los cristianos bajo el Imperio Romano, el dominio
musulmán, los totalitarismos del siglo XX o, de nuevo, en nuestros días, a
causa del islamismo político. Entonces se plantea la decisión suprema de
aceptar el don del martirio de sangre. Siempre ha habido lugares donde los
cristianos han sido perseguidos de modo brutal.
Pero
no debemos engañarnos. Como escribía el cardenal Bergoglio, hoy Papa Francisco,
«la situación de persecución es normal en la existencia cristiana» en todos los
tiempos y lugares. El huracán nunca amaina. A veces, causa víctimas mortales y
grandes destrozos materiales. En muchas otras ocasiones, sus efectos son menos
perceptibles a simple vista y a corto plazo, pero su labor destructiva ha
penetrado en las almas y las ruinas humanas y espirituales que ocasiona son
mucho más devastadoras que las catástrofes de fuego y sangre.
Hoy, la Iglesia sufre ambos tipos
de persecución. En unos lugares, los cristianos tienen que elegir entre el
destierro, el despojo de todos sus bienes o la muerte. En otros, jóvenes y
mayores sufren un bombardeo espiritual permanente a través de la televisión,
las redes sociales y la presión ambiental en sus lugares de estudio, trabajo o
esparcimiento. Es un fuerte huracán. Como el desatado en el mar de Galilea.
«Os
perseguirán», nos advirtió el Salvador. No nos llamamos a engaño. Está en
marcha la lucha entre la vida y la muerte; el amor y el odio; la luz y las
tinieblas; el bien y el mal. Una de las armas más formidables del perseguidor
es hacernos creer que no hay tal: que ya han pasado los tiempos de los
combates; que ahora vivimos la era dorada de la tolerancia y del diálogo
universales. Quien sucumbe a este engaño, puede dar por perdida la batalla de
la fe. Acabará muy probablemente como abanderado de la falsa tolerancia y de
los diálogos de sordos en favor de una vida sin sentido, sin meta, sin fe.
Jesús
hizo el milagro de parar el huracán. ¿Por qué no lo repite también hoy? Puede
hacerlo, si lo pedimos con fe. Pero aquellos pobres pescadores aterrorizados,
más que fe lo que tenían era miedo. Y Jesús hizo el milagro para demostrarles
precisamente que les faltaba fe, que no se fiaban del poder de Dios, que, en
definitiva, eran –como les dice sin rebozos– unos cobardes.
Señor,
ayuda a tu Iglesia en la persecución. Que tu Espíritu aliente la fe que serena
el corazón en la humildad e ilumina la inteligencia con la luz de la sabiduría
espiritual.
+ Juan Antonio Martínez Camino
Evangelio
Un
día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos
a la otra orilla».
Dejando
a la gente, se lo llevaron en la barca, como estaba; otras barcas lo
acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca
hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo
despertaron, diciéndole:
«Maestro,
¿no te importa que nos hundamos?»
Se
puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
«¡Silencio,
cállate!»
El
viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
«¿Por
qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se
quedaron espantados y se decían unos a otros:
«¿Pero
quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Marcos 4, 35-40