Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Jerez de la Frontera

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domingo, 28 de diciembre de 2014

Evangelio y comentario

Fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, María y José
¡Qué Niño!
Decían los antiguos que la admiración es el principio de la sabiduría. Admirar es contemplar y considerar con atención y asombro. Los niños suelen tener gran capacidad de admiración, como, en general, las personas sencillas. Se admira la inmensidad del cielo y del mar; se admira el color y el olor de una rosa; se admira el canto de un pájaro o la ejecución de una pieza musical; se admira el amor sacrificado de una madre. La hermosura, la grandeza, la bondad suscitan admiración.
El próximo domingo, el siguiente a la Navidad del Señor, la Iglesia venera a la Sagrada Familia: María, José y el Niño. Sí, ciertamente en esa familia santa vemos la imagen ideal de toda familia, de la familia que tenemos o que habríamos querido tener. Pero no es eso sólo. La Iglesia venera en esa familia la causa de que todo ser humano sea un ser familiar. El origen del carácter familiar de la naturaleza humana se halla en la razón de aquella admiración que María y José sentían por el Niño que presentan en el templo: «Estaban admirados de lo que se decía del niño». ¡Qué Niño, aquél!
Era su hijo. Pero era el esperado por Israel como su gloria y como Luz para todos los pueblos: era el Hijo eterno de Dios. María y José lo sabían, porque conocían los límites y la grandeza impensable de su maternidad y de su paternidad. Además, lo que ellos no desconocían les era también ilustrado por la profecía de los santos. Y estaban admirados.
Hoy día, los niños suelen suscitar menos admiración. Es verdad: ellos no son como aquel Niño. Sin embargo, son niños y también son capaces de ser hijos de Dios. En los ojos de los niños se refleja la Luz de la que toman su luz el sol y las estrellas; la Hermosura de la que es reflejo toda la belleza de la creación y del ingenio; la Bondad de la que se alegra el corazón de los mortales. Pero andamos tan deprisa y tan acostumbrados a hacerlo todo a nuestra medida, e incluso a nuestro capricho, que apenas somos capaces de admirar la Maravilla que se asoma en la mirada de un pequeño. Hoy, se encargan niños al laboratorio, incluso con un color determinado de ojos y de piel. La prisa por hacer y el hacer deprisa tienen tal vez su expresión más dramática en la nueva industria de la producción de niños. Ellos siguen trayendo la Luz en sus ojos. Pero sus fabricantes se han privado, en buena medida, de la capacidad de admirarla.
La maravilla de la paternidad y la maternidad, de la filiación y de la fraternidad -esas relaciones humanas sustanciales y primarias que hacen la familia- tiene últimamente su origen en la admiración. Si no suscita en nosotros admiración el Padre, origen de toda paternidad; el Hijo, luz de Luz; y el infinito Amor de ambos, que quiere estar en nosotros, la familia olvida su secreto más profundo y corre el riesgo de reducirse a un mero grupo coyuntural de intereses. Pero no: la familia es el hogar de la admiración por cada niño, por cada hermano, por el esposo, por la esposa, por el padre, por la madre. Porque entre ellos luce la Luz del Dios-con-nosotros, de aquel Niño. ¡Qué Niño!
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid




Evangelio

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación (como dice la Ley del Señor: «Un par de tórtolas o dos pichones»). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel».
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira: Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba

Lucas 2, 22-40