Fuente: ALFA Y OMEGA
III
Domingo de Pascua (ciclo C)
El
centro de la misión
La escena que se narra en el Evangelio
de este domingo tiene lugar en el lago Tiberíades, donde los apóstoles han
buscado refugio después de todos los acontecimientos acaecidos con Jesús,
especialmente su Pasión y su muerte. Los apóstoles viven momentos de
incertidumbre, sin saber muy bien qué camino tienen que tomar.
Dado que varios de ellos eran pescadores
no es de extrañar que vuelvan a un lugar y una actividad que les ofrece
seguridad. En aquel mismo lugar, un tiempo atrás, cuatro de ellos habían vivido
un encuentro especial con Jesús y este les había llamado a ser sus discípulos
(Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 1-11). Respondieron con generosidad porque
sintieron en lo hondo de su ser que aquello era algo bello por lo que merecía
la pena dejarlo todo.
Ahora, siete de los apóstoles han vuelto
al lago y han echado las redes al mar, «pero aquella noche no pescaron nada».
Echar las redes es su modo de vivir y saben hacerlo; tienen experiencia, pero
aquella noche no han tenido éxito. Se les ha echado encima el amanecer y, a
pesar del agotamiento, todavía están intentando pescar algo. En ese momento
aparece una persona en la orilla, a la que no logran reconocer porque está a un
centenar de metros de distancia. Les hace una pregunta: «Muchachos, ¿no tenéis
nada que comer?». Jesús sabe bien que no tienen pescado, pero pregunta. Es algo
evidente. Sin embargo lo que Jesús busca es poner de manifiesto que aquello en
lo que los discípulos están poniendo su seguridad no puede saciar su hambre de
felicidad.
La acción se sitúa en la noche, que ya
está a punto de amanecer, aunque todavía es noche. En esa noche donde se
experimenta la impotencia y la inutilidad. Y ahí es donde se oye la llamada del
Señor: «Echad las redes a la derecha de la barca». Les está pidiendo que
cambien de dirección, que salgan de sus inercias, de lo fácil, de lo
acostumbrado. ¿Acaso la barca no se ha movido hacia todos los lados durante la
noche? ¿Acaso los peces han girado conforme ellos giraban? Pero a pesar de todo
los apóstoles siguieron la sugerencia y echaron las redes a la derecha. ¿Qué
ocurrió? «Echaron la red y no podían arrastrarla por la abundancia de peces».
«Simón Pedro sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y
tres». El número es significativo porque en los bestiarios de la época griega
se indicaba que en el mar Mediterráneo había precisamente 153 clases de peces
diferentes. Es un número que simboliza, por tanto, la totalidad. Hemos pasado
de la nada a la plenitud.
En el mismo lugar, sirviéndose de las
mismas redes que antes, ahora los apóstoles obtienen frutos abundantes de
pesca. De no tener nada, de utilizar las redes para simplemente sobrevivir, los
apóstoles han pasado a tener pescado en abundancia. ¿Qué ha cambiado? Sencillamente
que ahora Cristo está presente y ellos, siguiendo su voz, han obrado de otro
modo con los mismos instrumentos.
También nosotros, sin cambiar de lugar,
con las mismas redes en las que apoyamos nuestra existencia, pero usadas de
otro modo, nuestra vida puede tener un sabor diferente. Esa persona de la que
quizás no estemos contentos nos puede llenar de gozo; ese estudio o trabajo que
nos produce hastío nos puede ayudar a realizarnos; la historia de nuestra
relación con la familia, quizás jalonada de momentos muy oscuros, puede ser
fuente de paz… Solo tenemos que obedecer a Cristo y lanzar las redes a la
derecha, en otra dirección.
¿Quién ordena a los apóstoles que echen
las redes a la derecha? ¿Quién los espera en la orilla con pan y pez, es decir,
con el banquete –o sea, con la Eucaristía–? Jesús resucitado, el Señor. El
centro de los discípulos es comer su cuerpo, su carne, y beber su sangre (cf.
Jn 6).
El discípulo amado –no Pedro– es el
primero que reconoce al Señor. Aunque Juan 21 –que es el epílogo de todo el
Evangelio– se centra en el pastoreo de Pedro, sin embargo el primero que
contempla y adora es el discípulo amado. Y desde el amor se va a plantear la
misión de Pedro, desde una dimensión muy honda. En ese diálogo con Pedro, Jesús
no le pregunta si le gusta el pastoreo, si le interesan las ovejas. Pedro tiene
sus intereses, sus limitaciones. Pero hay un eje del que se deriva la vocación
de Pedro, la llamada de Jesús, y la vocación de todo cristiano en este momento
de la historia: «¿Me amas más que estos?», es decir, ¿has dado un paso adelante
en tu vinculación conmigo, en tu reconocimiento afectivo, en la hondura de tu
amor? Porque solo nuestra unión con el Señor servirá para que Él pueda
pronunciar nuestro nombre, para que pueda encargarnos de alguna dimensión de la
evangelización y de la pastoral cristiana, para que colaboremos con Él en
apacentar este mundo. Ese es el centro.
JUAN ANTONIO RUIZ RODRIGO
Director de la Casa de Santiago
de Jerusalén
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra
vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael el de Caná de
Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me
voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se
embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando
Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les
dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no
podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba
le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que
estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se
acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos
codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con
un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis
de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red
repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se
rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se
atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se
acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez
que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Juan 21, 1-14