¡Alabado
sea Jesucristo!
A Dios
se le deben dar gracias siempre y en todas partes. La Sagrada Escritura nos
exhorta a la gratitud en todas sus páginas: “¿cómo podré pagar al Señor todo
el bien que me ha hecho?” reza el Salmo 115. Y San Pablo nos recuerda con
frecuencia: “Dad gracias siempre por todo a nuestro Dios y Padre, en nombre
de Nuestro Señor Jesucristo.” A los Filipenses escribirá: “Por nada os
inquietéis, sino que en todo tiempo, en la oración y en la plegaria, sean
presentadas a Dios nuestras peticiones acompañadas de acción de gracias”
(Flp. 4,6).
Queridos
hermanos, esta tarde estamos aquí celebrando esta Santa Misa, precisamente,
dando gracias a Dios. Alguno podría quizá, pensar, con criterios humanos que
este año no se debería celebrar esta Misa porque no tenemos motivos para dar
gracias a Dios y estaría errando. Porque, ¡claro que tenemos que dar gracias,
en todo y por todo! Porque, como dice
San Pablo, todo es para bien de los que aman al Señor, aunque a veces no lleguemos
a comprender cómo puede ser esto. Afirmaba el gran San Agustín comentando este
pensamiento de San Pablo: “A los que aman a Dios, todo contribuye para su
mayor bien: Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho, de
suerte que aún a quienes se desvían y extralimitan, les hace progresar en la
virtud. Porque se vuelven más humildes y experimentados… las aflicciones y
tribulaciones que a veces sufrimos nos sirven de advertencia y corrección”.
¿Qué hemos
de hacer, pues, en las dificultades?
Sacar provecho
de ellas, aprender y con la ayuda de Dios y ayuda mutua, fraterna, sostenida
por la fe y la caridad, superarlas y dar gracias a Dios.
Permitidme,
por favor, que os diga no sólo como sacerdote, sino también como cofrade – que lo
soy desde niño porque así lo aprendí en esta tierra nuestra-, que en el mundo
de las hermandades y cofradías y, desgraciadamente, también en todos los ámbitos
de la Iglesia, corremos el riesgo muchas veces de interpretar problemas,
situaciones, dificultades, con criterios y actitudes meramente humanos, como si
se tratara de una entidad civil, de una asociación de vecinos, de un partido
político. Nos olvidamos de iluminar las situaciones con la luz de la fe, a la
luz del Evangelio, para dejar que entren por las rendijas del alma y de la Hermandad
los criterios mundanos, o sea, que, en lugar de iluminarlo todo con la fe y de
impregnar nuestras palabras y obras con la caridad de Cristo, le seguimos el
juego al maligno, que es el padre de la mentira y de la división.
Nos olvidamos
de que estamos aquí para dar culto al Señor y a Nuestra Madre Santísima, con la
estación de penitencia, pero también con los cultos litúrgicos anuales, con el
testimonio de una vida santa y cristiana, iluminada y sostenida por unos principios
morales y de virtud inspirados en el Evangelio y la doctrina perenne de nuestra
Madre la Iglesia.
En estas
ocasiones cada cual hemos de hacer examen de conciencia y, puesto que todo es
para bien de los que aman al Señor, como dice San Pablo, nuestra mayor preocupación
ha de ser que todos y cada uno de nosotros nos encontremos en el grupo de los
que aman al Señor. Ese Señor que, como recuerdo de su Dolorosa Pasión habiendo
resucitado íntegramente, conserva, sin embargo, en su Cuerpo glorioso únicamente
cinco perlas preciosas, cinco rubíes resplandecientes, como cinco estrellas
rutilantes cuyo fulgor no se apaga (sus Cinco Llagas): cinco trofeos de su victoria
sobre la muerte, el demonio y el pecado.
Esas Cinco
Llagas que nos recuerdan que, en las contrariedades de la vida, Él lo sigue
dando todo por nosotros, porque nos sigue amando infinitamente y comprende
nuestra debilidad. Esas Cinco Llagas que están recordándole constantemente a
Dios Padre el precio que su Hijo pagó por nuestro rescate. Demos gracias a Dios
por esas Cinco Llagas que besaría con tanta delicadeza y amor María Santísima
Nuestra Madre y Nuestra Esperanza. Ella nos guía a puerto seguro en todas las
tempestades de la vida, en la que habéis vivido como hermandad y en las que
cada uno tiene que ir navegando a lo largo de los años.
No quisisteis
dejarla sola. Tampoco ella os abandonará. Es posible que, por habernos fijado
demasiado en las dificultades, asome a veces la desesperanza o el cansancio en
la lucha. Sois herederos de una preciosa tradición que es también vida. Es el
momento de recurrir a María, invocando su nombre. Y lo hacemos concluyendo con
una preciosa exhortación de San Bernardo, cantor de la Virgen: “Si se
levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la
tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia,
de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira,
la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a
María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu
conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la cima
sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En
los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No
se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón y para conseguir su
ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te
descaminarás si la sigues, no desesperarás si le ruegas, no te perderás si en Ella
piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás
que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella
te ampara”. Así sea.