XXIV
Domingo del tiempo ordinario (ciclo C)
La búsqueda de Dios al hombre
Uno de los temas que con mayor frecuencia se presentan en la Escritura , y
especialmente en el Evangelio, es el de los mandamientos. Tenemos en la mente
el encuentro entre Jesús con distintos personajes que le preguntan cómo heredar
la vida eterna o cuál es el principal mandamiento. No cabe duda de que el amor
a Dios sobre todas las cosas constituye el corazón de la actitud que debe tener
el hombre hacia Dios. Por ello es el primer precepto, en el que se condensa la
fe. Las parábolas de la misericordia, que leemos este domingo, reflejan la otra
cara de la moneda, es decir, nos permiten ver que nuestro amor a Dios es en
realidad una respuesta al infinito amor que Él nos tiene, aunque tantas veces
no seamos conscientes de ello. Para ello Jesús adopta tres imágenes concretas:
la oveja perdida, que ayuda a ahondar en la visión de Dios como pastor, que a
lo largo de la historia ha guiado a su pueblo a través de patriarcas, reyes o
profetas; en la plenitud de los tiempos ha enviado a su Hijo único; y hasta el
final de los tiempos dirige a la
Iglesia con la fuerza del Espíritu Santo. Con una parábola
muy similar, tomada también de la vida cotidiana, Jesús muestra dos aspectos
centrales: el interés por la búsqueda de la moneda y la gran alegría al
encontrarla. El capítulo 15 de san Lucas, que ya de por sí puede ser
considerado el corazón de este Evangelio, llega a su punto culminante con la
parábola del hijo pródigo. Aunque este año la hemos escuchado en Cuaresma,
ahora la vemos en el marco de las otras dos parábolas, lo que posibilita hallar
puntos comunes.
La alegría de ser salvados
En los tres casos se parte de una pérdida: la oveja, la
moneda o el hijo. No es la primera vez que la Escritura refleja así el
alejamiento del hombre de Dios. En la primera lectura de este domingo, es el
pueblo elegido de Dios el que se separa, ofreciendo sacrificios a dioses
falsos. Sin embargo, gracias a la intercesión de Moisés, el Señor se acuerda de
su pueblo y se arrepiente de la amenaza que había pronunciado contra ellos.
Precisamente, la dimensión de recuerdo o memoria es fundamental para comprender
cómo Dios se encuentra con nosotros. De modo concreto, escuchamos en la
celebración eucarística expresiones como: acuérdate, Señor, de tu Iglesia, o
bien, recuerda a tus hijos, en las que, al igual que Moisés, le pedimos a Dios
que, a pesar de nuestra infidelidad, nunca nos abandone. Este modelo de
oraciones nos permite reconocer que vivimos en las manos de Dios, que tenemos
necesidad de su salvación y de algo especialmente importante: que Él nunca nos
va a abandonar. Pero estas parábolas dicen aún más: antes de que nosotros
pensemos que necesitamos a Dios, Él ya ha venido a buscarnos. Dios no se cansa
jamás de salir a nuestro encuentro y recorrer primero el camino que nos separa
de Él. La parábola del hijo pródigo lleva hasta el extremo esta realidad,
encontrando en la escena del Padre, que «lo vio y se le conmovieron las
entrañas […] se le echó al cuello y lo cubrió de besos» una de las expresiones
más nítidas de cómo Dios aguarda siempre al que se ha separado de Él, sin tener
para nada en cuenta el pecado cometido. De hecho, las palabras que más destacan
en este capítulo son las vinculadas con la alegría y la felicitación, puesto
que se considera que quien ha vuelto a Dios «estaba muerto y ha revivido». De
modo especial, esta parábola pone de manifiesto que la alegría de Dios es
máxima cuando el hombre recupera su verdadera dignidad, la de hijo.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los
publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas
murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de
vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas , no deja las noventa y
nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y,
cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar
a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos, conmigo!,
he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer tiene diez monedas, si se le
pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta
que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y
les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había
perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo
pecador que se convierta».
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos;
el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la
fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo
menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su
fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella
tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad […]. Se levantó y vino
adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le
conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó cuello y lo cubrió de
besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad
enseguida el mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y
sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y
celebramos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido;
estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete […]».
Lucas 15, 1-32