XVII Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)
El tesoro escondido
Continuando con las parábolas, el Evangelio de este
domingo nos propone tres: el tesoro escondido, la perla preciosa y la red que
recoge toda clase de peces. En las dos primeras se quiere poner el énfasis en
el gozo que produce encontrar el tesoro y la perla. En la tercera, en la
cuestión del juicio ante la aceptación o el rechazo del Reino de Dios.
Todos hemos experimentado alguna vez en nuestra vida la
alegría que supone encontrar lo que habíamos perdido, descubrir algo positivo
que no esperábamos o recibir por sorpresa una gran noticia. Es la felicidad
ante un bien inesperado. Jesús nos quiere hacer ver en el Evangelio que
descubrir el Reino de los cielos produce esa alegría. Aunque el Señor habla en
parábolas, es necesario ir más allá de la imagen del tesoro o la perla
preciosa. El Evangelio nos dice que el que encuentra el tesoro escondido en un
campo vende todo lo que tiene para comprar el lugar. Del mismo modo, quien
halla la perla de gran valor renuncia incluso a todas sus posesiones para tener
aquello que anhela. Se nos muestra que ante la sorpresa por el bien hallado,
que se nos presenta como un don inmerecido, se corresponde una tarea concreta
por nuestra parte. En este caso el afortunado ha de vender todo cuanto tiene.
Sin embargo, es de tal importancia el bien recibido que, a pesar de las
renuncias que conlleva adquirir el tesoro, para esa persona ya no existe nada
mejor en la vida. Por eso el pasaje añade que esta acción la realiza «lleno de
alegría».
El reconocimiento del
don recibido
Ahora bien, la tarea más compleja en la vida es
identificar el verdadero tesoro o la perla preciosa. Ciertamente, lo que para
unas personas puede tener gran valor, para otras carece de significado. Cuando
Jesús propone el Reino de los cielos, sabemos que había quienes lo oían con
interés y asombro, y quienes, por el contrario, no consideraban relevantes las
palabras del Señor. Lo mismo pasó con la predicación apostólica y sigue
sucediendo con el anuncio que la
Iglesia lleva a cabo. El reconocimiento del Reino de los
cielos como algo fundamental para nuestra vida no se da a menudo de modo
inmediato. Podemos haber escuchado cientos de veces un mismo pasaje de la Palabra de Dios o haber
celebrado los sacramentos infinidad de veces, y un día, repentinamente, ser
sorprendidos por una novedad que antes no habíamos descubierto y que nos cambia
nuestro modo de percibir la realidad y de enfrentarnos a ella.
El tesoro de la propia
vocación
Sin duda, el encuentro del Reino de los cielos está unido
con el descubrimiento de la propia vocación. De modo singular, la sorpresa y la
alegría se dan cuando uno se encuentra con una persona distinta a todas las
demás, que abre un horizonte totalmente nuevo en su vida y que tiende a la vida
en matrimonio; o cuando descubre que el Señor lo llama a una entrega particular
para el servicio del Reino de Dios. Más abajo, el Evangelio nos habla de otra
realidad clave para afrontar nuestras decisiones: el discernimiento. Jesús nos
habla continuamente de un juicio y de una separación; a veces de modo
dramático. Pero hay algo común a sus palabras en relación con el juicio que
Dios hace o con las decisiones que nosotros hemos de tomar: no son
indiferentes. En términos absolutos no da lo mismo escoger el bien o el mal. Y
en relación con el pasaje del Evangelio de este domingo, no tiene las mismas
consecuencias hallar el tesoro o la perla que no haber podido encontrarlos. Por
eso es imprescindible, en primer lugar, que alguien nos lleve hacia el tesoro o
la perla, dado que si no lo encontramos, será difícil escogerlo; en segundo
lugar, el pedirle a Dios que nos permita reconocerlos como algo muy valioso, de
modo que se suscite en nosotros una alegría e ilusión tales que muevan nuestra
libertad hacia elegir ese bien que se nos presenta con una atracción singular.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia Adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El
Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo
encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que
tiene y compra el campo.
El Reino de los cielos se parece también a un
comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor, se va a vender
todo lo que tiene y la compra.
El Reino de los cielos se parece también a la
red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la
arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los
tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles,
separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será
el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le
responden: «Sí». Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo
del Reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro
lo nuevo y lo antiguo».
Mateo 13, 44-52