Fuente: ALFA Y OMEGA
XVIII Domingo del
tiempo ordinario (ciclo C)
Atesorar
El Evangelio de este domingo nos advierte de una de las
actitudes que desfiguran la condición humana: la codicia o la avaricia. La
primera se define como el «afán excesivo de riquezas»; la segunda, como el
«afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas». Ambas muestran
la misma actitud egoísta del ser humano, que pretende valorar su vida presente
y asegurar su vida futura, acumulando riquezas. Más todavía, algunos han
idolatrado las cosas, la fama, el cuerpo… y al final de la vida, después de
tantos esfuerzos por conseguir sus sueños, muchos se preguntan: ¿realmente ha
merecido la pena? Ante la experiencia de un mundo pasajero y de un futuro que
nadie puede asegurar, por más riquezas que posea, el hombre experimenta su
fragilidad y vacío.
La polémica herencia
En este capítulo del Evangelio de Lucas, Jesús aparece
ante una gran multitud de oyentes enseñando contra la hipocresía e invitando a
vivir con valentía los valores del Reino de Dios. Inesperadamente es
interrumpido por un hombre que reclama su autoridad para intervenir en una
disputa familiar y dirimir una polémica herencia con su hermano, como se hacía
con los rabinos y doctores de la ley. Este hombre ve a Jesús como maestro, pero
no le pide ninguna enseñanza; simplemente quiere aprovecharse de su autoridad
moral para ganar la disputa contra su hermano.
Es evidente que no estaba escuchando la palabra del Señor.
Solo le preocupaba su problema personal; y no le importó interrumpir la enseñanza
pública del Maestro con tal de resolver sus dificultades. Además expone una
queja contra su hermano.
Jesús se niega a hacer de juez para arbitrar tal disputa;
pero aprovecha el momento para advertir a todos sus oyentes, en especial a sus
discípulos, sobre el deseo inmoderado de acumular riquezas y poner en ellas su
confianza.
Jesús ve avaricia en su corazón; por eso, advierte:
«Guardaos de toda avaricia». E invita a este hombre anónimo a no fijar sus ojos
exclusivamente en los bienes, sino a distanciarse de ellos y contemplar otros
muchos aspectos de la vida, que no valora. Jesús es consciente de que el deseo
de poseer es ilimitado y que los sueños de felicidad nunca se basan en el
tener. Por eso, tras escuchar la petición sobre la herencia, pasa a exponer lo
que verdaderamente necesita su interlocutor: luchar contra la tentación de la
codicia y hacerse rico ante Dios.
La abundante cosecha
Es en este momento, cuando Jesús ilustra su enseñanza con
la parábola del rico insensato. Habla de un hombre rico que aumenta sus bienes
por medio una inesperada y abundante cosecha. La abundancia cosechada sobrepasa
lo que invirtió y excede sus expectativas. Viendo tales resultados, solo piensa
en él y en emplear sus bienes para sí mismo. Tiene más de lo que necesita.
Considera su futuro asegurado. Solo tiene que disfrutar de su riqueza.
Jesús quiere advertir sobre la ceguera de este hombre al
juzgar sus prioridades. Y los «muchos años» que él pensaba disfrutar de sus
ganancias contrastan con las «pocas horas» que le quedan de vida. A pesar de su
fortuna, aquel hombre no ha podido impedir la muerte repentina. Por eso, es
denominado «necio» y no sabio. Ha puesto su confianza en los bienes acumulados
y piensa que el dinero asegura su futuro. Sin embargo, la riqueza no ha podido
evitar que muera y que a los ojos de Dios su vida aparezca vacía.
La verdadera riqueza «ante Dios»
El Señor nos advierte ante la tentación de la avaricia, de
hacer que la acumulación de riquezas sea nuestra única prioridad, de encontrar
nuestra única seguridad en el tener y de pensar exclusivamente en nosotros
mismos. Todos podemos ser tentados por la codicia. Tampoco los pobres son
inmunes a esta tentación. El gran peligro es, no ser dueño de las posesiones,
sino que las posesiones sean dueñas de ti. Como dice san Pablo a Timoteo, el
problema no es el dinero, sino el amor al dinero, «raíz de todos los males»,
que aparta de la fe y hunde en el sufrimiento (1 Tm 6,10). Y es comprensible
que la fe en las riquezas disminuya la fe en Dios.
Los discípulos de Jesús deben buscar la riqueza que vale
ante Dios. ¿En que consiste? Jesús mismo lo aclarará un poco más adelante (Lc
12,33-34). En primer lugar, siendo agradecidos por todas las bendiciones
recibidas de Dios; y, en segundo lugar, siendo generosos con los demás, a
quienes hemos de amar como hermanos. El verdadero tesoro de un discípulo de
Cristo son sus obras de caridad. ¡Qué bien lo expresó san Juan de la Cruz : «A la tarde de la vida
te examinarán en el amor»! Exclusivamente, «en el amor».
El Evangelio nos recuerda que la vida del hombre no
depende de sus bienes; que todo proyecto humano está abocado al fracaso, al
margen de Dios; y que la vida será pura vaciedad si nos ahogamos en nuestro
tacaño egoísmo.
Aurelio García Macías
Congregación para el Culto Divino yla Disciplina
de los Sacramentos
Congregación para el Culto Divino y
Evangelio
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
«Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo:
«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su
vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico
produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré?
No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré
los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y
mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados
para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le
dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has
preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».
Lucas 12, 13-21