CICLO C
30 SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO
Evangelio (Lc. 18,9-14): En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.
»El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.
»En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
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COMENTARIO: ORACIÓN HUMILDE
El domingo pasado Jesús nos daba una cualidad de la oración, a través de esa viuda insistente que pedía justicia al juez que no le quería hacer caso. Y de tante insistencia y perseverancia, el juez le hizo caso y le atendió. Así Dios, y con mayor razón.
Hoy nos pide otra cualidad de nuestra oración: humildad. Si nuestra oración no es humilde, no llega al trono de Dios. Simplemente no atraviesa las nubes como nos dice la primera lectura, también de hoy (Eclesiásticos 35, 21).
Hagamos la antítesis comparativa entre la oración soberbia del fariseo y la oración humilde del publicano.
1- El fariseo llega hasta arriba del altar, el publicano se quedó atrás manteniéndose a distancia. Este fariseo no supo guardar la enorme distancia entre Dios, que es Creador santo e infinitio, y él, pobre criatura, pecadora y finita. El publicano sí tenía conciencia de esa distancia.
2- El fariseo, de pie, erguido, símbolo de su arrogancia y soberbia; el publicano, hincado, de rodillas, no se atrevía a levantar los ojos a Dios. A la oración debemos ir de rodillas, con los ojos arrasados de lágrimas, unas veces por la alegría inmensa que sentimos porque Dios ha sido inmensamente bueno con nosotros sin merecerlo, y otras con lágrimas de tristeza, por haberle ofendido tanto con nuestros pecados.
3- El fariseo da gracias a Dios no por las grandes cosas que le ha dado, sino por lo bueno que se cree este fariseo, y le enumera todas las obras buenas que ha hecho por sus propios méritos. El publicano sólo reconoce su pecado, se golpea el pecho, y canta y agradece la misericordia de Dios, pidiéndole tenga piedad de él. El fariseo se cree justo satisfecho de sí mismo. Está orgulloso de sus virtudes, y no tiene nada por lo que pedir perdón. No deja actuar a Dios en su vida: Todo lo hace él, el fariseo.
4- El fariseo critica a su hermano en la oración, en vez de rezar por él y ayudarlo. El publicano, no. Sólo derrama su alma a Dios con humildad. ¿Cómo es posible que ese fariseo critique a su hermano delante de Dios? ¿Quién se cree que es? Una oración que no huela a caridad con el hermano, simplemente es una oración falsa. No llega al corazón de Dios. El fariseo mira por encima del hombro a los otros. Sí, cumple todo a la perfección, pero no ama. Y la santidad consiste en amar.
¿Resultado? El fariseo no hizo oración, no fue escuchado por Dios, no fue purificado y no salió santificado. El publicano, por el contrario, conmovió las entrañas de Dios con su humildad, y fue escuchado, perdonado, santificado.
¿Cómo es mi oración? ¿A quién me parezco: al fariseo o al publicano? Hoy debemos aprender esta lección de la humildad, si queremos que el perfume de nuestra oración atraviese las nubes y llegue al Trono de Dios.
Les bendigo a todos y les pido recen por mí.
P. Antonio Rivero, L.C.