Fuente: ALFA Y OMEGA
XXVII
Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
La
apertura del corazón
Jesús no cesa de instruir a sus discípulos hasta
el final de su ministerio público. El Señor tiene en cuenta que debe
proporcionar a quienes le siguen una formación y un modo de vida concreto para
que su misión no se desvanezca, sino que continúe una vez que Él haya muerto y
resucitado. Este domingo abordamos dos cuestiones con no poca relevancia en el
día a día de cada uno de nosotros: la cuestión sobre el divorcio y el valor de
los niños en la sociedad. Aparentemente se trata de dos aspectos que no guardan
directa relación. Sin embargo, teniendo en cuenta que Jesús no realiza una
enseñanza de modo superficial, sino en profundidad, descubrimos que el punto de
unificación entre la actitud del hombre con respecto al matrimonio y la acogida
de los niños es el deseo de luchar contra la dureza del corazón. Moisés
permitió escribir el acta de divorcio por la dureza del corazón. Por el
contrario, el niño es el ejemplo más transparente de todo lo contrario. Por
eso, «de los que son como ellos es el Reino de Dios».
Una compañía
adecuada
La parte inicial del Evangelio está en relación
directa con el pasaje de la primera lectura, tomado del libro del Génesis. Tras
crear al hombre y otorgar dominio sobre todo lo que ha hecho, Dios pone al lado
de Adán a la mujer. Del contenido de este capítulo se desprenden tres
enseñanzas principales: en primer lugar, la relación entre el hombre y la mujer
es de igual a igual, y no de dominio, como revela el hecho de poner el hombre
nombre al resto de criaturas; en segundo lugar, se trata de una relación de
compañía que lleva en sí el fruto de la felicidad. Así se pone de manifiesto en
la expresión «¡esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!»; en
tercer lugar, la alusión a que «serán los dos una sola carne» muestra que,
desde el momento en el que el hombre y la mujer unen sus vidas, no se comprende
el ser de cada uno de modo independiente. Así pues, la doctrina matrimonial de
la Iglesia no se fundamenta primariamente en un conjunto de preceptos humanos o
principios morales, sino en el modo de ser y en la naturaleza de la persona,
que muestra que el hombre necesita un complemento, una ayuda y alguien a quien
pueda hablar de tú a tú por poseer la misma dignidad y grandeza. Estamos ante
una verdadera unión que supera la ayuda corporal o afectiva y que se define
como comunión personal y colaboración con Dios, dador de amor y de vida. A
pesar de todo, ya en tiempos de Jesús, al igual que en nuestros días, lo que el
matrimonio está llamado a ser contrasta a menudo con la realidad que pueden
vivir muchos esposos. En este sentido, el Evangelio del domingo no duda en
defender el plan original de Dios y luchar contra la dureza del corazón de
quienes quieren justificar algo que en sí no es bueno para el hombre: la
separación, la división o la ruptura de un vínculo tan estrecho e íntimo. Ante
la insistencia de los discípulos, tras la pregunta inicial de los fariseos,
Jesús recalca que no se puede admitir el rechazo de la mujer o del marido y
contraer matrimonio de nuevo. Con ello, no se limita en modo alguno la libertad
del hombre, sino que se valora con hondura lo que implica el matrimonio desde
su unidad e indisolubilidad.
La sencillez
del niño
Durante estos domingos hemos observado la
dificultad que experimentan frecuentemente los discípulos en comprender las
enseñanzas y el modo de vida que les pide el Señor. De esta forma, discuten
sobre quién es el más importante de ellos o, como aquí, tratan de impedir que
algunos se acerquen al Señor. Por el contrario, Jesús no se cansa de enseñarles
que para ser discípulo es preciso forjar un corazón como el suyo. Por eso
coloca en el centro de la escena al niño, cuya grandeza no nace de la corta
edad ni, quizá en este pasaje, de la debilidad física, sino más bien de la
apertura total hacia el otro, de la sencillez de corazón y de la capacidad de
fiarse por completo de los demás. A medida que nos hacemos mayores tenemos el
peligro de ir blindando nuestro corazón. Este domingo, en cambio, Jesús nos
pide quitar la coraza ante Dios y fiarnos por completo de Él, del mismo modo
que un niño se fía de su madre o de su padre.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
Evangelio
Acercándose unos fariseos, preguntaban para
ponerlo a prueba: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?». Él les
replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron: «Moisés permitió escribir
el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro
corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación
Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre
y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son
dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre». En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les
dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la
primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».
Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.
Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no
se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad
os digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y
tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.
Marcos 10, 2-16