XXX
Domingo del tiempo ordinario (ciclo C)
«El que se enaltece será
humillado»
La página evangélica de este domingo profundiza en la
importancia de la oración del discípulo de Jesucristo. Esta vez no se enfatiza
tanto la necesidad en sí del hecho de orar. Tampoco se pone el foco de atención
en la persona de Jesús como modelo y maestro de oración. Más bien, se sitúan en
el primer plano las condiciones que se requieren a la hora de establecer un
verdadero diálogo con Dios: la humildad, la petición de perdón y la confianza
en el Señor. Al mismo tiempo, se presentan como contrarias a la religiosidad y
a la experiencia de fe auténticas la soberbia y la exclusiva confianza en uno
mismo.
El poder de la oración humilde
Como preparación del Evangelio, la primera lectura, del
libro del Eclesiástico, recuerda que el Señor escucha la oración del oprimido.
En continuidad con la Palabra
de Dios del domingo anterior, se coloca como modelo de persona indefensa al
huérfano y a la viuda, cuya plegaria «sube hasta las nubes […] atraviesa las
nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino». Se destaca, pues, el
valor de la una oración realizada desde la aflicción y necesidad verdadera. La
prolongación y respuesta a este texto encaja bien con el canto del salmo: «El
afligido invocó al Señor, y él lo escuchó». En este responsorio se presenta la
súplica como un grito dirigido al Padre, cuya cercanía con los atribulados es
reconocida. Él escucha esa súplica de modo inmediato y nunca permanece
inoperante.
«No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo»
La parábola evangélica nos presenta, en primer lugar, el
ejemplo contrario: quienes «se confiaban en sí mismos por considerarse justos y
despreciaban a los demás». La narración que sigue aporta algunos detalles que
confirman la autosuficiencia del fariseo. Aunque aparenta acción de gracias a
Dios, no tiene nada que agradecer. Su oración consiste solo en un repliegue
sobre sí mismo y en un insulto a sus hermanos, a los que llama ladrones,
injustos y adúlteros. Por el contrario, al escuchar la descripción sobre el
publicano retomamos inmediatamente las imágenes presentadas en el Antiguo
Testamento acerca de la oración del indefenso. Hasta de modo físico se percibe
claramente la actitud de humildad sincera y de petición de perdón del publicano.
Mientras el fariseo oraba erguido y en una posición visible, el publicano no se
atreve a levantar los ojos al cielo, se queda atrás y se golpea el pecho
pidiendo compasión.
El reconocimiento de nuestra propia situación
La explicación que san Lucas realiza de la parábola del
Señor provoca en el lector una inmediata toma de posición, generando una
apreciable antipatía frente al fariseo. Sin embargo, no podemos pasar por alto
que si la actitud del fariseo es despreciable, no lo es únicamente porque se
crea superior al resto de personas y las juzgue. Lo penoso de quienes comparten
la actitud del fariseo es que viven en un engaño: el de pensar que toda su
vida, incluyendo sus prácticas religiosas, depende exclusivamente de sus
facultades. Quien así se posiciona, elimina en la práctica a Dios de su vida,
considerándose a sí mismo como su único Dios y Señor. La consecuencia de esta
visión será la completa ausencia de culpa ante sus acciones. Y a quien cree que
nada hace mal, tampoco nada le puede ser perdonado. Por suerte, el Evangelio
personifica en el publicano la verdadera religiosidad con nitidez. Su oración
no es complicada; únicamente una breve petición: «¡Oh Dios!, ten compasión de
este pecador». Aun así, o precisamente por esto, este bajó a su casa
justificado. Es perdonado solo quien reconoce su culpa. Su petición de perdón
es el reflejo de su honda fe y de cómo está dispuesto a dejar entrar a Dios en
su vida. Por eso, nunca debemos temer acercarnos a Dios con la actitud del
publicano, porque seremos justificados. De lo contrario, es imposible
establecer un diálogo y una relación con Dios, puesto que todo comienza y
termina en nosotros mismos.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a
algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a
los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro,
publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy
gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros;
ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de
todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni
a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh
Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido».
Lucas 18, 9-14