XXVIII
Domingo del tiempo ordinario (ciclo C)
Ser agradecidos
No es la primera vez que el Evangelio trata de considerar
a los samaritanos como personas que, a pesar de ser extranjeras y no ser
especialmente religiosas, están abiertas a la salvación. La parábola del buen
samaritano o el diálogo entre Jesús y la samaritana presentan a los habitantes
de esta región desconocida y fría como el ejemplo de apertura sincera a la
acción de Dios. En el polo opuesto suelen situarse los que, por tradición y
costumbres, son fervorosos observantes de la ley de Dios, cuyo modelo son, sin
duda, los fariseos. Podría parecer este un esquema demasiado simple para
reflejar la relación entre el hombre y Dios. Sin embargo, aunque no es posible
siempre clasificar a las personas en dos grupos, es decir, por un lado los que
aparentan religiosidad y no son religiosos, y, por otro, quienes aparentan
indiferencia, pero reconocen mejor la presencia de Dios en su vida, este
paradigma sigue siendo válido hoy en día, como sucede con las enseñanzas del
Señor. Con todo, el foco de la escena evangélica no se centra en clasificar y
dividir en tipos a las personas, sino en la necesidad de ser agradecidos (y el
peligro de no serlo), y en la capacidad transformadora de Dios en la vida del
hombre.
«Los otros nueve, ¿dónde están?»
No hay nada tan natural como dar las gracias cuando hemos
recibido algo de alguien. Esta realidad, que es comprensible desde el punto de
vista humano, para el creyente se convierte en un reconocimiento de la acción
de Dios en nuestra vida. Con frecuencia podemos olvidar cuanto hemos recibido:
un sinfín de dones que nosotros no nos hemos dado y deberíamos agradecer
constantemente (la vida, la familia, la compañía, el hogar, la fe, etc.) y que
solo determinadas circunstancias, especialmente la pérdida de alguno de estos
elementos, nos hacen caer en la cuenta. Por el contrario, el disfrutar de
determinados bienes nos puede llevar a perder la capacidad de asombro y
reconocimiento ante ello. Esto es lo que sucede probablemente a los nueve
leprosos que no se vuelven a dar gracias a quien los ha curado. El que «se
volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro
en tierra, dándole gracias» era un samaritano. Hay que imaginarse la sorpresa
de quienes asistieron a la escena al ver la religiosa y exultante reacción de
alguien que pertenece a un pueblo no religioso.
La salvación integral
La necesidad de ser agradecidos por aquellos dones que
hemos recibido no puede hacernos olvidar los efectos de la acción de Dios en
los diez leprosos de la escena de este domingo. Más allá de una salud corporal
se lleva a cabo una salvación en el interior de la persona, de mucha mayor
profundidad que la liberación de la enfermedad del cuerpo. La primera lectura
nos ofrece un paralelo que, como suele ser habitual, prepara la escena
evangélica. Naamán el sirio, extranjero, cumple las órdenes del profeta Eliseo
y queda limpio de la lepra. Aparte del cambio físico que la acción de Dios
comporta, su curación le lleva a reconocer al Dios de Israel como único. Esto a
su vez implica que «no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses». Es
decir, cree y da culto (celebra) lo que cree. El paradigma fe-celebración se
repetirá con el leproso samaritano sanado: su recuperada salud lleva consigo un
reconocimiento a Dios a través de Jesucristo. Ello lo dirige a alabar a Dios, a
postrarse ante Jesús y a darle gracias. No es difícil, por tanto, aquí
percatarse del proceso de salvación que Dios obra en estas personas y de cómo
la fe y la celebración brotan de la acción de Dios. Así pues, cuando nosotros
celebramos la Eucaristía
estamos dando gracias a Dios por todos los dones que de él hemos recibido. La
acción ritual que celebramos el domingo nace de la necesidad de reconocernos
salvados por el Señor y darle gracias por ello. En caso contrario corremos el
riesgo de ser como los nueve leprosos restantes a quienes, aun reconociendo la
teórica existencia de Dios, su acción les resulta indiferente en la vida.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén,
pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a
su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le
decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «ld a
presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron
limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a
grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole
gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado
limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera
a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le dijo: «Levántate, vete; tu
fe te ha salvado».
Lucas 17, 11-19