V
Domingo de Cuaresma (ciclo C)
«Tampoco
yo te condeno»
A través del motivo central de la misericordia de Dios, la
liturgia nos prepara gradualmente a una comprensión más profunda del
significado del misterio pascual. De modo particular en este domingo, la Palabra de Dios está
dominada por la novedad del encuentro con Cristo por parte del hombre pecador,
como se observa con claridad en el Evangelio de la mujer sorprendida en
adulterio. Pero no es este un pasaje desgajado del resto de lecturas. En la
primera, a través de una descripción cargada de alusiones al retorno a una
idílica tierra prometida, Isaías nos invita a no pensar en lo antiguo, a mirar
hacia adelante. Mediante las continuas alusiones al agua, bien especialmente
preciado en la sequedad del desierto, cobra gran fuerza la esperanza en la
fecundidad del pueblo que se confía a la acción del Señor. Nada de lo ocurrido
anteriormente tiene comparación con lo que Dios hará con su pueblo en el
futuro. Siglos después, san Pablo constatará, en la carta a los filipenses,
cuyos versículos hoy escuchamos, que, en efecto, con la irrupción de Cristo en
su propia vida solo tiene sentido lanzarse hacia lo que está por delante,
olvidándose de lo que queda atrás. De este modo, la novedad anunciada para un
pueblo se ha convertido en salvación concreta para una persona. Sin embargo, es
en el Evangelio donde descubrimos con fuerza la intensidad de la renovación
interior que el Señor suscita.
Un cambio de mentalidad
Prosiguiendo con el estilo polémico que destaca en estos
días –más acentuado cuanto más nos acercamos a la Pascua – el origen del
pasaje de hoy procede no ya de unas preguntas de los observantes teóricos de la
ley, sino de un caso dramático y real: la inminencia de una lapidación, pena
establecida por la ley de Moisés a quien cometía adulterio. Sin embargo, la
primera parte del Evangelio se convierte en realidad en un juicio al mismo
Jesús, como refleja Juan al decir que «le preguntaban esto para comprometerlo y
poder acusarlo». Conforme caminamos hacia Jerusalén van apareciendo diversas
ocasiones para tratar de condenar a quien resultaba incómodo a los
planteamientos y prácticas preestablecidos por los escribas y fariseos. Aun
así, al igual que en otras escenas, de nuevo el Señor da la vuelta al «juicio»
contra él. Jesús no entra en valorar la oportunidad o no de la validez de la
ley de Moisés, sino que irrumpe en el corazón de los acusadores, pasando de ser
juzgado a juez.
Se ha discutido mucho sobre las misteriosas palabras que
el Señor escribía con el dedo en el suelo, mientras insistían en interrogarle.
Aunque no abunden los detalles de este pasaje, esta escena en sí sugiere un
fuerte contraste entre el corazón pacífico y misericordioso del Señor y la
actitud soliviantada y dura de los acusadores. En cierta medida, por un
momento, da la impresión de que si el Señor se hubiera equivocado en su
respuesta, hubiera sido, no juzgado, sino inmediatamente lapidado.
Pero el giro radical se producirá con la célebre frase «el
que esté sin pecado, que tire la primera piedra». El Señor muestra así que no
ha venido a condenar a nadie, sino a poner al hombre frente a su propia
realidad.
Todos se marcharon, salvo Jesús y la mujer
La grandeza de este episodio está en dar a la vez una
lección a quienes se consideraban justos, removiéndoles el corazón, así como a
la mujer pecadora, a quien salva, perdona, pero indicándole al mismo tiempo el
camino que ha de seguir. En este sentido, son significativas las palabras «en
adelante no peques más». La acogida de la novedad de la salvación de Dios exige
un verdadero propósito de cambio de vida. Las palabras de Cristo son de acogida
y de perdón incondicional, pero también de fuerte exigencia. Implican la
seriedad de la vida y el fuerte compromiso por parte del hombre para no mirar
atrás. Las llamadas de Isaías y Pablo a no recordar lo de antaño y correr hacia
la meta se concretan aquí en la necesidad de caminar hacia el Señor desde el
momento en que hemos recibido su perdón.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de
los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo
acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen
una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de
Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban
esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía
con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y
les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E
inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron
escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con
la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella
contestó: «Ninguno, Señor».
Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en
adelante no peques más».
Juan 8, 1-11