III
Domingo de Cuaresma (ciclo C)
«Misericordia
y conversión»
Nos adentramos en el corazón de la Cuaresma de un ciclo
litúrgico, el de Lucas, dominado por la llamada a la conversión del hombre,
como respuesta a la misericordia del Señor. Durante los dos primeros domingos
de este tiempo, los Evangelios de todos los años nos sitúan ante las
tentaciones del Señor en el desierto, el primer domingo, y frente a Jesús
transfigurado en el monte Tabor, en el segundo. A partir de este domingo cada
ciclo sigue su propio itinerario. En concreto, Lucas quiere presentar a Jesús
como quien mejor refleja el rostro misericordioso de Dios. Y esto no sucede
únicamente en los pasajes de la vida pública, como los que escuchamos durante la Cuaresma , sino ya desde
la misma infancia del Señor: la misma Encarnación del Hijo de Dios aparece como
muestra de la «entrañable misericordia de nuestro Dios», conforme descubrimos
en el canto del benedictus o según se nos ha transmitido, con palabras de
María, en el magníficat.
«He visto la opresión de mi pueblo…»
La historia de la salvación, que durante estos días nos es
mostrada en sus puntos centrales, se detiene este domingo en Moisés subiendo a
Horeb, la montaña de Dios. En la célebre escena de la zarza ardiente, que no se
consumía, el Señor se manifiesta como «el Dios de tus padres, el Dios de
Abrahán, el dios de Isaac, el Dios de Jacob». La alusión a los patriarcas no
pretende solo poder reconocer a Yahvé como el mismo Dios al que habían adorado
sus mayores, sino, sobre todo, poner de relieve que estamos ante un Dios
personal, que establece relación con el hombre. Frente a la imagen deísta de un
Dios desentendido de los problemas humanos, la Biblia ofrece la visión del
Señor ligado a un pueblo concreto. Este vínculo, además, no es abstracto, sino
que quiere aliviar los sufrimientos y la opresión, eliminando todo aquello que
impide esta finalidad.
La situación que le exponen al Señor en el Evangelio no
difiere demasiado de la opresión que se vivía en Egipto antes de la liberación
de manos del faraón. Aunque las circunstancias han cambiado, Israel se halla
ahora a merced del ejército romano. Sin embargo, no todo el sufrimiento es
provocado directamente por la maldad humana. Este es el caso de los que perecen
aplastados por la torre de Siloé. Con todo, el Evangelio no pretende, en primer
término, desvelar el origen del sufrimiento humano, sino fomentar la conversión
del hombre. La parábola con la que concluye el pasaje evangélico de este
domingo condensa la llamada a un cambio de vida. No se trata solo de hacer
obras de misericordia, respondiendo a lo que Dios hace por nosotros. No se
pretende únicamente que observemos, en particular durante la Cuaresma , el ayuno, la
oración y la limosna. Para dar realmente frutos hace falta un cambio radical en
la persona, que nace del reconocimiento del propio pecado, pues quien no se
considera pecador difícilmente podrá abrirse a Dios y a su misericordia.
El tiempo de Dios y nuestro tiempo
La parábola de la higuera puede causar la impresión de que
aborda la cuestión de la paciencia de Dios. Con la petición «Señor, déjala
todavía este año», parece que se coloca el foco de atención en el momento en el
que Dios va a intervenir, una vez que su aguante haya finalizado. Sin embargo,
no escuchamos aquí la respuesta del Señor a la solicitud del viñador. Porque
Jesús no pretende fijar unos límites a la paciencia de Dios, sino hacernos
conscientes de que Dios nos otorga un tiempo para dar unos frutos determinados.
Ese es el tiempo de nuestra vida; un camino que tiene un comienzo y un fin.
Ojalá aprovechemos también estos días concretos de Cuaresma para considerarlos
como un período de gracia y de paso del Señor por nuestra vida, donde tenemos
la oportunidad de responder a la misericordia de Dios con una conversión profunda,
es decir, con un verdadero cambio de vida.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel momento se presentaron algunos a
contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de
los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran
más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que
no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos 18 sobre los
que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los
demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una
higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en
esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el
terreno?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año y mientras
tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante.
Si no, la puedes cortar”».
Lucas 13, 1-9