Fuente: ALFA Y OMEGA
Domingo de Ramos (ciclo B)
El Rey de los judíos
Aunque desde 1925 la Iglesia celebra la fiesta de Cristo Rey en otra
fecha, los textos de la celebración de este Domingo de Ramos en la pasión del
Señor, presentan desde antiquísimo a Jesucristo no solo en su condición real,
sino que también nos aclaran el sentido de este reinado. En todas las Misas de
este día se hace memoria de la entrada del Señor en la ciudad de Jerusalén. Ya
en el primero de los cantos propuestos para la procesión de las palmas, se hace
referencia al Hijo de David, que viene como Rey de Israel, tal y como nos
relata Mateo. El hecho de cortar ramas de los árboles y la utilización de las
palabras del Salmo 118, «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del
Señor», se convierten, asimismo, en una proclamación de Jesucristo como Mesías.
La multitud comprende que en Él se cumple la promesa de ser una gran nación,
bendecida por Dios, que el Señor, siglos antes, había realizado a Abrahán. De
modo similar se expresan los pasajes del Evangelio inicial de la liturgia de
este domingo. La dignidad real del Señor se refuerza en las dos oraciones de
bendición de los ramos, en las que se hace referencia al hecho de acompañar a
Cristo Rey, aclamándolo con cantos, así como a su condición de vencedor. También
los salmos propuestos para la procesión reconocen a Cristo como el «Rey de la
gloria» y el «Rey del mundo», cerrando la procesión de entrada el himno
«Gloria, alabanza y honor». Sin embargo, en este ambiente de himnos y
aclamaciones gloriosas llama la atención que Jesús aparezca ante todos montado
en un asno. Este animal, que, además, el Señor pide prestado, está asociado a
la gente sencilla y del campo. Con este gesto quiso Jesús cumplir la profecía
de Zacarías, que presenta al futuro rey, en primer lugar, como rey de los
pobres, que presupone estar libre interiormente de cualquier avidez de posesión
y afán de poder, y considerar a Dios la única riqueza. En segundo lugar, el
profeta nos muestra que Jesús será un rey de paz. La única arma que llevará este
Señor será la cruz, como signo de reconciliación, de perdón y de un amor más
fuerte que la muerte. Por último, Zacarías se refiere a un dominio «de mar a
mar», es decir, universal. Se supera así una visión reduccionista del pueblo de
Dios, que ahora con Cristo tiene un alcance sin límites territoriales ni
culturales.
Un reinado que no es de este mundo
Sin embargo, aunque el reinado que Jesucristo propone
tiene vocación de extenderse por todas las naciones de la tierra, «no es de
este mundo». El aparecer montado en un asno o el hecho de ser coronado de
espinas tiene un significado que supera el cumplimiento de una profecía y que
tampoco se reduce a una humillación de quien está dispuesto a sufrirlo todo por
los hombres. Tiene el sentido de mostrarnos que Dios ha visitado realmente a su
pueblo y por él se entrega. El relato de la Pasión no supone despojar a Jesucristo de su
condición real, sino más bien poner el acento en que el Señor lleva a
culminación su reinado entregando su vida por la salvación de los hombres.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los
ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron
atado a Jesús y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de
los judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban
de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de
cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy
extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en
la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en
la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era
costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?».
Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero
los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de
Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que
llamáis rey de los judíos?». Ellos gritaron de nuevo: «¡Crucifícalo!». Pilato
les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte:
«¡Crucifícalo!». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a
Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del
palacio –al pretorio– y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le
ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el
saludo: «¡Salve, rey de los judíos!».
Le golpearon la cabeza con una caña, le
escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla,
le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y le sacan para crucificarlo.
Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de
Rufo; y le obligan a llevar la cruz.
Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere
decir lugar de la calavera), y le ofrecían vino con mirra; pero él
no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para
ver lo que se llevaba cada uno.
Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En
el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron
con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Los que pasaban lo injuriaban, meneando la
cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días,
sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos
sacerdotes comentaban entre ellos burlándose: «A otros ha salvado, y a sí mismo
no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz,
para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban.
Al llegar la hora sexta toda la región quedó
en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente:
«Eloí, Eloí, lemá sabaqtaní». (Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?»). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira,
llama a Elías». Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la
sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a
bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó
en dos, de arriba abajo.
El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo
había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».
Pasión de nuestro
Señor Jesucristo según San Marcos 15, 1-39