V Domingo de Cuaresma (ciclo B)
«Atraeré a todos hacia mí»
Lo primero que muestra el Evangelio de este domingo es la
sed de ver y de conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. San
Juan narra un episodio del último período del ministerio público del Señor. En
un contexto cercano a la celebración de la pascua judía, que es cuando tiene
lugar la muerte y resurrección de Jesucristo, mientras Jesús se encuentra en
Jerusalén nace el deseo de acercarse al Salvador por parte de un grupo de griegos
convertidos al judaísmo. No es casualidad que el evangelista haga notar que los
intermediarios entre este grupo y el Señor fueron precisamente dos apóstoles
con nombre de origen griego, Felipe y Andrés. Tampoco es accidental que nos
aproximemos a la Pasión
del Señor. La liturgia quiere prepararnos ya interiormente a este
acontecimiento, y el modo de sumergirnos espiritualmente en él pasa por
compartir el estado de ánimo de Jesús. Con ello se pretende que no revivamos la
crucifixión, muerte y resurrección de Cristo como meros espectadores externos,
sino implicados en estos hechos junto con el Señor. En realidad, todo el pasaje
evangélico no constituye tanto una llamada a secundar las enseñanzas del
Maestro, como una invitación a solidarizarnos con Él cuando se acerca su hora
decisiva.
El grano de trigo que cae, muere y da mucho fruto
Para poder unirnos mejor a esta «hora», este momento
final, en el que va a ser glorificado el Hijo del hombre, Jesús se presenta
como el grano de trigo que va a morir y dará mucho fruto a todos los hombres.
La imagen del grano de trigo quedó tan grabada en los primeros cristianos que
desde el comienzo de las persecuciones martiriales la literatura cristiana ha
aludido reiteradamente al grano de trigo que muere para convertirse en germen
de nuevos cristianos. En esta línea, la historia de la Iglesia constata que el
fruto del derramamiento de sangre siempre ha sido una Iglesia más viva y con
mayor capacidad de convicción. Sin embargo, la finalidad de este pasaje no es
solo comprender que Jesucristo ha muerto por nuestra salvación. Ni siquiera
únicamente ver a los mártires como el paradigma del seguimiento incondicional a
Cristo. La Palabra
de Dios, viva y eficaz, aquí y ahora, pretende introducirnos a cada uno de
nosotros en este proceso; un camino de sufrimiento, de agitación y de lucha,
pero que se convierte en la antesala de la victoria sobre el pecado y sobre la
muerte.
Amor y obediencia hasta el extremo
Sin duda, la donación total del Señor está ligada al
eterno amor de Dios por el hombre. Precisamente es la renuncia a su voluntad,
frente a los designios del Padre, la otra característica subrayada por la
liturgia de este domingo. No hay entrega sin amor y obediencia. Nos dice la
segunda lectura, de la carta a los Hebreos, que Cristo, «aun siendo Hijo,
aprendió, sufriendo, a obedecer». Y este fue el modo en el que se convirtió en
«autor de salvación eterna». Ciertamente, no es sencillo imitar la entrega, el
amor y la obediencia del Señor, o la valentía de quienes a lo largo de los siglos
han perdido la vida, y los que hoy también siguen siendo asesinados por ser
cristianos. Por eso, en primer lugar, le pedimos a Dios «que, con tu ayuda,
avancemos animosamente hacia aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse
a la muerte por la salvación del mundo». En segundo lugar, el salmo 50, nos
permite dirigirnos al Señor pidiéndole un corazón puro, al mismo tiempo que se
pide continuar bajo la mirada cercana de Dios, con la expresión: «No me arrojes
lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu». En suma, el amor y
obediencia entregada de Cristo suscita la atracción por parte de los hombres y
una llamada al seguimiento. Ahora bien, para ser discípulos hasta las últimas
consecuencias no podemos dejar ni de mirar a la cruz del Señor, ni a quienes se
han configurado hasta el martirio con Él, ni tampoco de pedirle a Dios el don
de su amor y de su obediencia hasta el extremo.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En Entre los que habían venido a celebrar la
fiesta había algunos griegos; estos acercándose a Felipe, el de Betsaida de
Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a
Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado
la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os
digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si
muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se
aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que
quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor;
a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué
diré?: “Padre, líbrame de esta hora”. Pero si por esto he venido, para esta
hora: “Padre, glorifica tu nombre”».
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he
glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó, decía
que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús
tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora
va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado
fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Esto lo decía dando a entender la muerte de
que iba a morir.
Juan 12, 20-33