El sagrario, tratamiento para nuestro barro
Antonio R. Rubio Plo
En un pequeño
libro titulado Nuestro barro, don Manuel González dejó escrito:
«Que nunca olvide yo que si barro con soplo de Dios fue mi padre Adán, barro
con gracia tuya puede llegar a ser santo»
Un joven sacerdote de 25 años puede sentir
sobre sí la abrumadora carga de su misión evangelizadora. Las dificultades se
le antojan insalvables por su falta de experiencia, pero su fe le dice que es
una labor que no depende exclusivamente de él. Es Dios quien da el incremento.
Así debió de sentirse un sacerdote recién ordenado don Manuel González García
en 1902 en Palomares del Río, un pueblecito del Aljarafe sevillano. En aquel
lugar reinaban los prejuicios y estereotipos de una larga tradición anticlerical,
en parte originada por las tremendas diferencias sociales de la época, mucho
más acuciantes en el campo andaluz. El sacristán de su nueva parroquia le había
pintado un cuadro desolador en el que no solo existía hostilidad contra los
sacerdotes. Había también desidia e indiferencia moral. El estado de la iglesia
era lamentable, pero la verdadera riqueza del templo procedía de albergar un
tesoro escondido: el sagrario.
En el sagrario radicará la fuerza que dará
impulso a don Manuel para proclamar el Evangelio. Años más tarde, contará su
experiencia: «Fuime derecho al sagrario… y ¡qué sagrario, Dios mío! ¡Qué
esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para
mi casa! Pero, no huí. Allí de rodillas… mi fe veía a un Jesús tan callado, tan
paciente, tan bueno que me miraba… que me decía mucho y me pedía más, una
mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio… La mirada de
Jesucristo en esos sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se
olvida nunca. Vino a ser para mí como punto de partida para ver, entender y
sentir todo mi ministerio sacerdotal».
El obispo de los
sagrarios abandonados
Don Manuel González, promovido
sucesivamente a las sedes episcopales de Huelva, Málaga y Palencia, asumirá un
título que le definirá para siempre: el obispo del sagrario abandonado. Sus
escritos pretenden hacer hincapié en la necesidad de hacer compañía al Señor
sacramentado, al que le duelen más que los detalles externos las faltas de amor
y correspondencia del corazón de los cristianos. Estar ante el sagrario no es
ni mucho menos entregarse a reflexiones piadosas o mascullar una cadena de
peticiones. Es simplemente mirar a Cristo y dejarse mirar por Él. Junto a aquel
sagrario de Palomares del Río, don Manuel no debió de hacer una lista acuciante
de sus necesidades. Bien conocía el dueño de la mies lo que hacía falta, en lo
material o en lo espiritual. Por eso la actitud del joven sacerdote, que le
acompañó a lo largo de su vida, sería tomar conciencia de la fragilidad humana,
de no creernos que todo se debe a nuestros méritos y dejar a Dios actuar.
No hace mucho tiempo encontré un pequeño
libro, Nuestro barro, que perteneció a mi madre. Lo publicó la
editorial El Granito de Arena, fundada por el santo obispo. El texto es, en
gran manera, un testimonio de las dificultades por la que atravesó la Iglesia española durante la II República , y don
Manuel percibe con gran acierto el desafío de una revolución que no solo era
política y social sino también antropológica. Pero más allá de las
circunstancias históricas concretas, lo que importa al cristiano de todos los
tiempos es que nos demos cuenta de que estamos hechos de barro, si bien nuestra
fortaleza consiste en poner a Dios al lado de nuestra fragilidad. No es una
actitud pasiva sino una invitación a utilizar las propias capacidades y a la
vez dejarse conducir por Dios. Así lo expresa don Manuel: «Hagamos el ahora y
dejémosle el antes y el después». Es precisamente el sagrario un lugar adecuado
para practicar «ejercicios de despreocupación», consistentes en hacer caso al
Señor que, según nuestro santo, nos está diciendo: «Tú haz lo tuyo y Yo haré lo
mío».
Como tantos santos, don Manuel percibe que
la soberbia es nuestro principal enemigo, pues implica olvidar la fragilidad de
nuestro barro. Todo gira en torno al yo, lo que también se concreta en una
excesiva utilización en nuestras conversaciones del pronombre me, y así surge
un término novedoso, el meísmo, que «es hermanito del egoísmo, y
los dos socios de la razón social: primero yo, mí y me, y después, me, mí y
yo»”. Esta enfermedad tendría tratamiento al ponerse ante el sagrario y repetir
lo que escribe el autor: «Que nunca olvide yo que si barro con soplo de Dios
fue mi padre Adán, barro con gracia tuya puede llegar a ser santo». Porque los
santos también son de barro; caen y se hacen pedazos y vuelven a levantarse,
eso sí con ese «tarrillo de cola» que es la gracia de los sacramentos y de la
oración.
Quien está muy cerca, sobre todo
espiritualmente, del sagrario tiene que salir encendido de allí para estar muy
próximo a sus hermanos. Así lo hacía don Manuel. En 1933 pudo consolar a un
sacerdote en Madrid, blanco de contradicciones e incomprensiones en su labor
apostólica. El obispo se limitó a poner la mano sobre su cabeza, y a decirle
por dos veces: ad robur, ad robur(fortaleza). Luego vino una
promesa de oración y un abrazo muy apretado.