Noviembre, mes de las hojas caídas, de los días cortos y del invierno en puertas; mes de los difuntos, que cobra para los creyentes, paradójicamente, un aspecto pascual y luminoso, el mismo que llena de resplandores a la muerte cristiana. El mes comienza con la solemnidad de Todos los Santos, en la que nos alegramos con todos los que están ya en el cielo, incluyendo a esos santos anónimos que no han sido ni serán nunca canonizados, pero que también interceden ante Dios por nosotros. En la Conmemoración de los Fieles Difuntos, que celebramos este domingo, recordamos a nuestros hermanos creyentes que nos han precedido en este mundo y duermen ya el sueño de la paz. Es un día propicio para rezar por ellos. Así, mediante la comunión entre todos los miembros de la Iglesia, mientras se implora para los difuntos el auxilio espiritual, se brinda a los vivos el consuelo de la esperanza.
Esta conmemoración nos hace reflexionar también sobre el sentido de la vida y de la muerte. El cristiano no se muere, en sentido pasivo, y con su muerte acaba todo, sino que muere, es decir, entrega su alma al Creador, después de haber vivido en busca de una vida plena. Es la plenitud que permite encontrase definitivamente con el Esposo, con la lámpara encendida, como nos relata el Evangelio de este domingo, para participar definitivamente en el banquete de bodas.
La imagen de la luz y el tomar conciencia de que hay que mantener la lámpara encendida cala muy deprisa en la vida de la Iglesia. Desde el principio, al bautizado se le llamaba también iluminado: aquel que había sido iluminado con la luz de Cristo. Aquel que había pasado de las tinieblas del pecado a la luz admirable del amor de Dios. Hoy, también nosotros tenemos la obligación de vivir con la lámpara encendida. Tenemos la gran ocasión de iluminar a este mundo que se bate entre tinieblas.
Y... el esposo se hace presente. Algunas de las doncellas no tienen el aceite suficiente para cumplimentar toda la procesión. Entonces hacen una petición a las prudentes para que les den un poco, pero reciben como respuesta una negativa que resulta desconcertante. ¿Por qué no pueden compartir su aceite? La idea es clara: la sabia preparación para la llegada del esposo es un asunto personal. Cada uno somos responsables de ir preparando nuestro encuentro definitivo con Dios. Entonces no podremos intercambiar las alcuzas, o pasar el aceite de una a otra. En el fondo, porque el aceite representa el amor. El amor ardiente y generoso que mantiene el alma vuelta hacia Dios y hacia los hombres, nuestros hermanos. El amor que es donación de uno mismo. La capacidad de desgastarse en el servicio a los demás, evidenciando una cuestión que resulta siempre estimulante: el amor es la única cosa en el mundo que, cuanto más se da, más se tiene.
Aquellas mujeres prudentes estaban preparadas para la llegada del esposo. Por el contrario, las insensatas son imagen de lo que significa ir al encuentro de los últimos acontecimientos de la vida, sin estar convenientemente preparado, dejando morir en el corazón el amor primero. El Esposo quiere que todos participemos el día de nuestra muerte en el banquete de bodas y nos invita a estar en vela, en tensión, para conseguirlo.
+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín
obispo de Teruel y Albarracín
Evangelio
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«El reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias, y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo! Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas. Pero las sensatas contestaron: Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.
Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas; y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: Señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: Os lo aseguro: no os conozco.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».
Mateo 25, 1-13